22 de diciembre de 2008
















Hace dos años hice esta foto al pasar por Vegadeo, en Asturias. Lo recuerdo bien, era el final del verano y estaba a punto de volver a Huesca. El día era muy gris. Ese letrero llevaba meses colgado sobre la carretera principal, tal vez desde la navidad anterior. Alguien decidió no tocarlo y allí continua todavía. Me gustan esos letreros luminosos, solitarios, aislados, en mitad de un día gris o de la noche. Y verlos del revés, cuando apenas se pueden leer las palabras.

Creo que fue en esa misma navidad cuando un amigo me envió una felicitación con una foto de un pulpo ahogándose en el fondo de un barreño de plástico, recién pescado. ¿Feliz qué? decía el texto.

No sé que responder a las felicitaciones que me llegan estos días. Siempre me gusta saber de quien las envía, pero me quedo paralizado y apenas devuelvo el correo electrónico. Hago todo lo que puedo para que esto pase rápido e intento buscar una opción intermedia que me obligue a poco, que me deje encontrar un espacio. Tal vez es algo bastante compartido. Hoy, por ejemplo, cansado de escribir papeles burocráticos, pude escuchar la música de cámara de Stravinski y ahora por la noche espero ver la última película de Clint Eastwood. Y dormir bien.

21 de diciembre de 2008

Beethoven y James Agee

¿De dónde procederá el gusto por ordenar lo que aparentemente no lo está?. A mí, según los días, me produce un placer especial, siento que tras establecer un nuevo orden alguien me ha concedido más oportunidades para seguir el juego, que ahora sí y que lo mejor está aún por llegar, que ésta vez... casi todo va a ser diferente. Suele durar poco esta percepción, porque al mismo tiempo experimento el sinsentido y la ingenuidad de esta valoración.
En uno de esas sesiones que buscan salir del desorden, me crucé con el libro de James Agee Elogiemos ahora a hombres famosos. Y al final del prólogo, Agee escribe:
Beethoven dijo una cosa tan temeraria y noble como lo mejor de su obra. Según mi memoria, dijo: "Quien entiende mi música no volverá a conocer nunca la infelicidad". Lo creo.

La naranja mecánica

Ayer, la Sinfonía núm. 9 de Beethoven, con la Real Filharmonía de Galicia y la Sociedad Coral de Bilbao. Y se agotaron las entradas. Hasta ese momento, nunca había visto el Auditorio a rebosar. ¿Por qué había tanto público?. Tal vez era el ansia de escuchar y reconocer, o de acercarse al compositor. No lo sé. En todo caso, esto es algo muy engañoso que hace falta olvidar para poder escucharla.
Además de la sinfonía de Beethoven, para mí esta es la música de La naranja mecánica de Stanley Kubrick. Cuando sonó el Molto vivace recordé perfectamente lo que sucedía en la película, también los sonidos tan perturbadores de la versión para el cine, la música de Ludwid Van según el protagonista. De lo que conozco, Kubrick es quien mejor ha usado la música llamada clásica. Siempre he percibido una unión fuerte, aunque difícil de concretar, entre sus bandas sonoras y sus imágenes.
Pero aunque éste fue un concierto intenso, la única vez que ví al público del Auditorio de Santiago ponerse en pie y aplaudir durante varios minutos, fue en el anterior concierto: el del pianista Arcadi Volodos. Una vez terminado el programa, y ante la insistencia, creo que ofreció unas cuatro piezas extras, en realidad siguió tocando hasta que alguien encendió las luces de la sala rompiendo aquella atmósfera de complicidad. Daba gusto verle sentado frente al piano, sus movimientos y su concentración. Y como tocó especialmente la pieza final de Franz Liszt.

17 de diciembre de 2008

En voz bien alta

Hay cosas tan privadas que sólo se pueden decir en público, escribió alguien, o tal vez sea que al decirlas así, en voz bien alta, uno mira de exorcizarlas, de ahuyentarlas definitivamente de la propia vida.
Manuel Cruz

...tantas cosas que contarte

Esta mañana, al salir de la cita que tenía con el médico del hospital fui a desayunar a una cafetería cercana. Hacía frío, aún era temprano. Me senté frente a una mesa del fondo del local, escapando del frío que entraba por la puerta cada vez que se abría. Mientras tomaba el café y miraba por el gran ventanal, vi acercarse por la acera a una mujer joven con su hija pequeña, de unos dos años. Las dos me llamaron la atención. Eran una pareja bien compenetrada y la niña traía una bufanda más grande que ella, bien enrollada alrededor de casi todo su cuerpo. Su vestido era divertido, aunque ella venía muy seria. Entraron a la cafetería y comenzaron a sacarse los abrigos. Seguían formando una pareja excelente. La niña se puso de rodillas en la silla para poder mantener una buena altura respecto a la mesa y parecía que a la conversación con la que tenía que ser su madre, que al rato la llevó en brazos al cuarto de baño. Había un encantamiento, o algo por el estilo, en ver a aquellas dos mujeres y también en ver como se necesitaban. Me gustaba observarlas. Cuando decidí salir tenía que pasar a su lado. Así que les sonreí y apoyé mi mano en la cabeza de la niña, mientras la miraba para que no se asustase. Entonces su madre me devolvió la mirada y comenzó a traducirle lo que estaba pasando. La niña miró hacia donde yo debía estar, ya no llevaba la bufanda, tenía un vestido con un gran bolsillo delantero, como para dejar todos los lápices del mundo. Había algo en sus ojos que no se concretaba, más gris de lo normal, en el centro. Siguió mi mano en su pelo y dirigió sus ojos hacia donde calculó que andarían los mios. Me despedí de las dos y salí. Esta pieza, tal vez, es de otra música.

15 de diciembre de 2008

Una voz, pese a todo

En el intermedio, tras el concierto de John Corigliano para oboe y orquesta y antes del Pájaro de fuego, anoté en el programa de mano:

Una voz
pese a todo, el oboe por entre todo lo demás
Ahora, con Stravinski sonará toda la orquesta
mientras la lluvia, fuera
iguala cosas tan distintas.
Lo que es importante, lo que construimos
como valioso. Mejor dicho, la voz a lo largo de un sonido

14 de diciembre de 2008

Pájaro de fuego

Hace días que no escribo en el blog. Pero mientras tanto ha habido varios conciertos, dos de ellos inolvidables. Además me apetecía cambiar el aspecto de este cuaderno digital, hacerlo menos negro y tal vez más fácil de leer. Aquí está.

El 28 de noviembre escuché en Coruña El pájaro de fuego de Igor Stravinski. Fue uno de los dos conciertos inolvidables. Había escuchado esa música en un cedé, pero ese día tuve la percepción de enfrentarme a una música nueva, a una pieza desconocida, llena de sonidos que no conocía. Toda la pieza me pareció una contención tumultuosa, impetuosa y duradera. Era algo imposible de ser detenido, condenado a vivir en movimiento, algo que avanza desde lo más soterrado de entre lo que abita en las profundidades, desde un lugar antes que las cosas. Así empieza esta música y así me pareció que continuaba en este concierto de la OSG dirigida por Carlo Rizzi.

De Stravinski leí su Poética musical en un libro fotocopiado, cuando estaba agotado. Ahora, hace ya algún tiempo que se ha reeditado y cada vez que me lo cruzo en las estanterias pienso en volver a leerlo. Sé que aprendí mucho de ese texto. Y de las opciones que Stravinski propone para la música y para el arte en general.

Lo que más me gusta de su música es la importancia que concede a toda la orquesta, a cada instrumento y a cada grupo de instrumentos, y como los va haciendo sonar de manera continua y también heterodoxa. Me parece música nueva que intenta salir a campo abierto (y aún hoy sigue haciéndolo).

13 de noviembre de 2008

Motores de búsqueda y un réquiem

Ayer estuve con un amigo que tiene una página web conocida y muy visitada. Pero quien se la había hecho le acababa de recomendar abrir, además, un blog. Le pregunté por qué, para que quería un blog teniendo su magnífica web. Dudó algo y luego me contó que le habían explicado que lo fundamental ahora era tener un blog, actualizarlo casi a diario y sobre todo enlazarlo continuamente con páginas muy visitadas y conocidas. Era la única manera de existir para el motor de búsqueda de, por ejemplo, google.
Hoy pienso que sentido tiene mantener un blog como este, cuando lo que parece caracterizar a este recurso es ser encontrado por los algoritmos matemáticos de los buscadores. Que sentido tiene que unas pocas personas conozcan su existencia y que eso continue así. Y escribir en él cuando surge, ni mucho menos a diario. Y además sobre música y algunas experiencias personales.
Y no tengo una respuesta clara. Ahora mismo acabo de volver de un baño en las termas naturales que hay al lado del río Miño, y antes de acostarme, decidí escuchar el Réquiem de Brahms, sin hacer ninguna otra cosa. Y ese gesto, más bien, esa cosa tan real, me gusta anotarla aquí. Tal vez un blog sin ánimo de ser encontrado sólo pueda ser una pequeña guía de las escuchas con las que se va construyendo un refugio.

28 de octubre de 2008

La canción de la tierra

Estos últimos días escuché la octava sinfonía de Gustav Mahler, La canción de la tierra. La descubrí igual que otras piezas: escuchaba fragmentos en la radio de una música que me llamaba la atención, esperaba a su final y en varias ocasiones se trataba de una parte de esta sinfonía. Así que un amigo me regaló la grabación de la Orquesta Filarmónica de Viena, con Bruno Walter y sobre todo Kathleen Ferrier.
A mí me parece una música de frontera, un umbral con lo que ya producirá el siglo XX. Y por lo tanto, una música que exige una atención (como todas en realidad). Pero, tras las escuchas de estos días, sobre todo recuerdo la parte final.
Experimento con ella algo que hasta ahora sólo me pasaba con los Cuatro últimos Lieder de Richard Strauss, y es una experiencia muy difícil de pasar a palabras. Las siento como músicas del final de una vida (aunque literalmente no sea así en Mahler), interpretan la entrega a la tierra y el agradecimiento por lo vivido. No tengo ni idea de si La canción de la tierra trata de esto, pero si lleva mi experiencia hacia ahí. Es algo muy ambiguo, pero a la vez lleno de paz, de la calma que produce la aceptación de lo que ha ocurrido. Puedo oirlas una y otra vez, y en cada ocasión se mantiene ese alargamiento de la voz hasta el final. Hasta tocarnos. No hay lamento. Y todo eso junto, las convierte en música excepcionales.

Los recuerdos de lo que escucho

Parece ser que cuando se evoca el recuerdo y la sensación de una música escuchada, se activan las mismas zonas del cerebro que cuando se oía en la realidad. Y cada vez me apetece más intentar pasar a este blog una especie de recuerdo de lo que voy escuchando en el día a día. Tal vez sea otra forma de activar esas zonas que sólo la música pone en movimiento.
Beethoven decía que la música es el medium que comunica el mundo de los sentidos con el mundo espiritual. Y si fuera así, ese camino merece ser andado y desandado una y otra vez, en una y otra dirección.

Escenas de cine

Hoy he visto la película Buenos días, noche de Marco Bellocchio. En ella hay una escena en la que se canta una canción revolucionaria alrededor de una mesa, tras una comida familiar. Está contado con una gran intensidad y belleza, y me hizo acordarme de otras películas en las que hay escenas inolvidables alrededor de una pieza de música. Sin duda El Sur de Víctor Erice (el banquete de la primera comunión, cuando padre e hija bailan al son de un acordeón) y también Tango de Carlos Saura (el baile, en un café, entre el bailador afamado y una joven bailarina).

Sugar Blue

El sábado decidí ir a un concierto de blues. Fue una cita a ciegas porque no conocía al intérprete (y apenas escucho blues, aunque es una música que siempre me atrae). Era la banda de Sugar Blue, un tipo sonriente y con unos pantalones vaqueros preciosos que tocaba la armónica de una forma prodigiosa. Escuché el concierto desde un palco del segundo piso del Teatro Principal, todo era nuevo, aquellos sonidos, el teatro, la gente de pie en lo que es una platea sin butacas. Y una música densa y repetitiva. Escuché creo que en la radio, que John Lee Hooker decía que el blues estaba compuesto de unas pocas notas sobre las que él relataba una historia. Y así me pareció el otro día.

19 de octubre de 2008

Un bosque antiguo

Sigo viajando cada jueves o viernes a Santiago para escuchar el concierto que tiene lugar en el Auditorio, habitualmente de la Real Filharmonía de Galicia. El primero al que pude ir esta temporada fue el del jueves 10 de octubre.
La segunda parte del concierto fue la Sinfonía núm. 7 en la mayor, op. 92 (1812) de Beethoven. Cuando comenzó a sonar la fui reconociendo, seguramente todos la tenemos de una forma u otra en la cabeza. Es un espectáculo escuchar en directo una sinfonía de Beethoven, todo parece entrar en ebullición, conducido por unos contrastes extremos. Es lo que más me gusta, la reunión en una pieza de lugares opuestos, (su allegretto es increíble).
Tras la música busqué en mi libreta un texto del escritor Gustavo Martín Garzo que hacía semanas recordaba haber anotado. La sinfonía me llevó a aquel texto. Es el siguiente:

Un personaje de Fanny y Alexander, la película de Bergman, cuenta a los niños una hermosa fábula. Su enseñanza es que ser hombre es andar perdido, no tener adónde ir; pero también que hay lugares en la tierra poblados de hermosos bosques, manantiales y arroyos. Y eso nos dicen algunas ciudades, que todavía hay lugares misteriosamente comunicados con esos bosques antiguos donde se guarda la memoria de anhelos, deseos y angustias de los hombres.

La música y la mente

Una de las cosas que hice en estos últimos meses fue leer La música y la mente, de Anthony Storr. Casi en cada página encontraba un texto, alguna idea que me apetecía anotar y también pasar al blog (si así lo hiciera, transcribiría el libro).
Pero hubo un fragmento de Peter King, citado por Storr, que me hizo pensar que eso era lo que ocurría, por ejemplo con la simplificación de las emociones que provoca la música (un caso particular son las suites para chelo de Bach). El texto es el siguiente:

Debemos distinguir la afirmación de que la música puede emocionarnos de la afirmación de que la música puede ser triste, airada o terrorífica(...) Una pieza musical puede conmovernos, en parte, porque expresa tristeza, pero no nos conmueve entristeciéndonos.

Este fragmento explica algo que experimento y que no había logrado describir con tal claridad. Hay muchas piezas que me conmueven desde la tristeza que expresan, pero que no me entristecen, todo lo contrario, siento una especie de intensidad alegre por estar cerca de algo que tiene la capacidad de transformarme. Una música que expresa tristeza puede hacerme sentir más vivo que nunca.

Continuación

Esta es la primera entrada de esta nueva temporada. Lo cierto es que la vuelta a los conciertos me anima a seguir escribiendo en el blog, aunque es fácil imaginar que escuchar música es algo que no se detiene nunca. Pero hay algo en la regularidad, también en la formalidad del viaje a Santiago para el concierto, en la previsión del próximo acontecimiento, que le da otro tono a esta experiencia. También está el que me sigue costando sentarme, escribir y lanzarlo a un mar completamente desconocido e imprevisible. Pero allá va. Hoy es 19 de octubre de 2008.

29 de junio de 2008














De la película Dersu Uzala

El mar a intervalos irregulares

El otro cedé del que quería escribir algo es I Hear The Water Dreaming, del compositor japonés Toru Takemitsu. Música para flauta, acompañada en algunos momentos por el arpa, la guitarra o la orquesta de cuerda.

No sabía nada de Takemitsu hasta que ví algunas películas de Akira Kurosawa. Takemitsu trabajó como músico en algunas de las películas del director japonés, Ran entre otras. Pero la primera película suya que ví fue Dersu Uzala. (Una noche que la ponían en la televisión me dediqué a fotografiar escenas que recordaba de otras veces, como si ya no me fuese posible volverme a encontrar con aquellos hombres y aquel paisaje nevado).

Cuando supe que Takemitsu colaboraba con Kurosawa, empecé a buscar su música. En esos días salía a la venta este cedé, lo pedí en la tienda y esperé sin saber absolutamente nada de él. Desde que lo escuché por primera vez hasta hoy, se ha convertido en una de mis músicas preferidas. No importa las veces que la escuche, siempre surge algo nuevo y siempre se genera una conexión, como con Mompou, con lo más valioso y duradero. Es música infinita para el oyente.

Este disco son piezas centradas en la relación con el agua, con el mar, y están interpretadas casi todas por una flauta solista (Patrick Gallois). Un instrumento lleno de aparente fragilidad, una ligera columna de humo que casi no se destaca del cielo (poco que ver con la cuerda occidental). Takemitsu era un hombre menudo, con aspecto de niño, en las fotos parecía triste y ágil a la vez. Tal vez como las flautas de bambú japonesas. Su música parece un cruce entre la tradición japonesa y la música contemporánea europea.

Es también una música que da gran valor a las versiones que se van contruyendo a lo largo del tiempo: Hacia el mar aparece en tres versiones distintas: para flauta y guitarra, para flauta, arpa y orquesta de cuerda y la última, para flauta y arpa. Siempre sonidos ligeros, lanzados al aire y que permanecen flotando entre quienes los escuchan. Ninguna grandilocuencia, tampoco un sistema de intervalos regulares. Nada que luche por capturar la atención del oyente. Como Mompou, me parece una música que busca, con mucho silencio, pasar a través de quien la escucha, atravesarlo de manera imperceptible, empaparlo con una lluvia invisible, llevarlo fuera de la cotidianeidad y lejos del ruido. En el mejor de los casos, acercarle a un umbral (aquello en lo que consiste la poesía, según Seamus Heaney).
Cerca del mar y sin intervalos regulares. Es de las cosas que más me atraen.

17 de junio de 2008

La música callada

Peter Handke tiene un libro maravilloso que se titula Ensayo sobre el día logrado. Lo leí hace tiempo y recuerdo sobre todo sus reflexiones sobre lo dificil que es terminar el día con el cansancio propio de un día logrado, (algo que no es mi caso hoy).
Por la mañana dejé sobre la mesa dos cedés con la intención de intentar escribir algo sobre ellos en el blog. Son dos músicas que me acompañan desde hace tiempo, y cuando hago un traslado, o una variación en la casa, esos dos cedés siempre tienen un lugar preferente, generalmente fuera de la estantería en la que conviven los demás. Escribiré algo sobre uno de ellos, será mi manera de acercarme a un cansancio en el que poder descansar.

Música callada de Federico Mompou. Lo conocí leyendo un texto sobre el fotógrafo Harry Callahan. El autor explicaba que él asociaba aquellas imágenes con la música de Mompou, en especial con la versión del pianista Josep Colom. Me gustan las imágenes del fotógrafo americano, así que me invadió la curiosidad por conocer esa música. En la tienda no tenían la versión de Colom, y podrían tardar mucho en conseguirla, me dijeron. Pero podían tener pronto la versión del propio Mompou al piano. Es la que tengo sobre la mesa.
Es una música misteriosa porque acumula a partes iguales fragilidad y fortaleza. Cuando se inicia, suelo experimentar algo cercano al desasosiego, al vacío, como si alguien comenzase a mostrar minuciosamente un páramo interminable, sin asideros, en toda su desnudez. Ni un solo artificio, ni una nota de distración. Y de manera imperceptible, esa misma música va empapando el presente hasta que no existe otra cosa con sentido. Es una música sin principio y sin final, empieza en algún lugar remoto y finaliza mucho más allá de quien la escucha. Todo lo que deseo es acercarme a ella, nada más.

El título procede de un verso de San Juan de la Cruz, La música callada, la soledad sonora. Cuatro cuadernos, veintiocho piezas, en las que Mompou dice estar buscando el expresar así la idea de una música que sería la voz misma del silencio.
Para mí, estos sonidos tratan, además de sobre el silencio, sobre el origen. Y cada vez que los escucho ejercen el poder, impagable, de alejarme de lo que no importa, o de lo que importa menos. No decepcionan, no mienten, por momentos no son fáciles. Pero a pesar de todo continúan existiendo con tenacidad y suavidad.

12 de junio de 2008

El Taj Mahal por dentro

Tres encuentros:

En la primera página de Un descanso verdadero Amos Oz escribe: Un hombre se levanta y se va a otro lugar. Lo que el hombre deja detrás de él permanece detrás observándole.

Al terminar de comer con un amigo y su pareja en un restaurante japonés que nos gusta, mientras tomábamos un té en una mesa del fondo del local, alguien comenzó a cantar una música tras los biombos que dividían la sala en varios compartimentos. Había tres o cuatro voces, y en poco tiempo conquistaron el silencio de todo el local. Venían de un lugar que ninguno de los que estábamos en esa parte alcanzábamos a ver. Era un canto cálido, decidido, un diálogo corto. Aquellas voces acallaron todas nuestras conversaciones. Nos mirábamos, sonreíamos y dejábamos que los ojos se perdieran, sólo cabía escuchar aquella música inesperada. Apenas duró unos minutos, era una energía que brillaba y paralizaba. Todo el restaurante pendiente de un lugar invisible. Al terminar, todo se quedó en silencio unos segundos. Aplaudimos. Me pareció un concierto inolvidable.

El bedel de una sala del festival PHE nos dijo, refiriéndose a la exposición que había terminado hacía unos días: ¡Era el Taj Mahal por dentro!

27 de mayo de 2008

El cant dels ocells

Me relaciono con la música de una manera intuitiva. Un día me encontré en una tienda con un cedé del violonchelista Pau Casals: Concierto en la Casa Blanca. Fue hace años, sabía muy poco de Casals y menos de ese concierto, pero me intrigó una grabación hecha en directo, el 13 de noviembre de 1961, en la casa del presidente americano. Lo compré.
La primera pieza es El cant dels ocells, una canción popular catalana que dura poco más de tres minutos. Al escucharla, reconocí la melodía, aunque no hubiera sabido identificarla (seguramente a todos nos suena). Me parece una pieza maravillosa, llena de vida, generosidad, celebración y con un ritmo que no es ni alegre ni triste (ni cumple con otros adjetivos vacíos de significado). Es un ritmo lleno, pleno, que acompaña. Escuchándola, se percibe el testimonio de quien ha vivido, y no de cualquier manera (como explica en clase quien yo me sé). Ayer la recordé, porque escuché por primera vez en directo dos de las Suites para Violonchelo de Bach, en interpretación de Plamen Velev.

Tras el concierto, me volvió un pensamiento que quería escribir aquí. El cant dels ocells, interpretada al violonchelo, es la pieza que se suele interpretar en las conmemoraciones dolosas, fúnebres, que se organizan en muchas ciudades, por ejemplo tras un atentado terrorista. La escena se repite: un violonchelista interpreta esos tres minutos casi como un réquiem, en homenaje a las víctimas. Se favorece la lentitud, la melancolía, la liturgia de los grandes duelos. A mí no deja de sorprenderme, y no dejo de pensar en quien habrá decidido transformar El canto de los pájaros en una música de réquiem, intentando empaparla con una tristeza, que durante unos instantes, no ofrece alternativa. No lo comparto, es más, me parece una simplificación que tiene poco que ver con la sensibilidad que debería presidir un homenaje de este tipo. Pero claro, tal vez la decisión proceda de esas simplificaciones absurdas que indican, por ejemplo, que el violín es alegre, el violonchelo melancólico, el rojo es símbolo de pasión y el azul invita al sueño. (¡Qué interesante sería ir desmontando pieza a pieza esa sensiblería que tapona la piel!)

Para mí, la música de violonchelo, y en particular esta canción catalana, igual que las suites de Bach, son una música llena de vida y si hay que utilizar adjetivos vacíos de significado, diría que hasta alegre. Me transmiten el disfrute de vivir, lo que no quiere decir, la alegría constante. A veces, muchas veces, ese disfrute incluye la dificultad, la gran dificultad. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce pude dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma, dijo Juan Gelman en su discurso de aceptación del último premio Cervantes. Al leer esta frase, me acordé de otra del fotógrafo Josef Sudek, hablando de alguna de sus fotografías: Son paisajes tristones. A mí no me gusta trabajar con paisajes alegres. La alegría es alegre y ya está, es siempre igual. La tristeza tiene muchos matices. Es más triste y menos triste y aún mucho más triste, y con eso se puede hacer algo.
La música de violonchelo, y estas piezas de las que hablo, representan en mi opinión música con la que se puede hacer algo, es decir, con la que se puede aprender mucho. No creo que haya mayor disfrute que la escucha que nos lleva en volandas a terrenos nuevos, en los que seguir aprendiendo. Por eso, propondría (no sé a quien) que no se interprete en ningún duelo público una música como ésta, con el argumento de que al teñirla de negro se la vacía de su fuerza comunicadora, mucho más rica, y de su enorme capacidad de conmoción en un espectador dispuesto a escuchar.

24 de mayo de 2008

Oboe

Cuando hay concierto en Santiago, lo que más me gusta es llegar con tiempo, casi una hora antes. Voy a la cafetería de la Universidad, pido un café y leo un rato. Para mí es una especie de concentración en lo que va venir, al tiempo que una desconexión con el mundo que ruge. Ayer la orquesta tocó una sinfonía de Mozart y la Sinfonietta en Re Mayor (1925) de Ernesto Halffter. Me gusta entrar en el auditorio y sentarme cuando los primeros músicos comienzan a salir al escenario para afinar. Los veinte minutos previos al concierto son especiales, llenos de sonidos únicos. La sala está casi vacía, los músicos van saliendo despacio, afinan, tocan unas frases y muchos desaparecen. Otros permanecen sentados, charlan, miran al público, disponen las partituras, esperan y se concentran. Y luego, la música.
La solista que ayer tocaba el oboe estaba embarazada. La miraba moverse, agitada, la cara roja en los pasajes de Mozart que exigían más entrega, en el borde de la silla, con la barriga ya grande. Pensaba en como influiría esa música en su hijo.
Después de la música y la cena, el viaje de vuelta, más de cien kilómetros a la una de la madrugada. Pero entonces, en la radio del coche está el filósofo Angel Gabilondo. Y esa es otra historia. La última vez que lo escuché dijo que la vejez aparece cuando perdemos alguna de estas tres cosas: curiosidad (entendida como la posibilidad de ser de otra manera), buen humor o salud.

Un secreto auténtico

Hace ya tiempo que anoté una frase del historiador del arte Nikos Stangos, hablando del arte conceptual. Desde que la copié, me acompaña en más de un borrador de algo que finalmente no concluyo. Es esta:

Huebler solicitó de la gente que acudía a visitar un museo que escribiera un secreto auténtico, y con los 1.800 documentos resultantes se hizo un libro que es de lectura fascinante, aunque a veces se haga repetitiva ya que la mayor parte de los secretos se parecen mucho entre sí
.

Pensar durante un tiempo en lo que significa esta afirmación me ha animado a intentar hacer algo con el barro de los secretos, aquellos que todos parecemos compartir. Meses después anoté en la misma libreta un pequeño texto de Kapuscinksky: El hombre contemporáneo no se preocupa por su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada. (en tiempos de Herodoto) la persona sabía sólo aquello que su memoria lograba conservar.

20 de mayo de 2008

La primacía del oído

Hoy ardió parte del edificio de la Filarmónica de Berlín. Recuerdo la película que su director, Simon Rattle dirigió (más o menos, porque creo que había un realizador del mundo del cine) sobre la enseñanza de la música, Esto es ritmo. Una película inolvidable.
Hace algunos días que conservo dos recortes de periódico, con la intención de copiar aquí un fragmento. En uno de ellos, Daniel Barenboim termina de hablar sobre el conflicto entre israelíes y palestinos diciendo: O encontramos una forma de vivir con el otro o nos matamos. ¿Qué es lo que me da esperanza? Hacer música. Porque, ante una sinfonía de Beethoven, el Don Giovanni de Mozart o Tristán e Isolda de Wagner, todos los seres humanos son iguales.
Y en el otro, el músico Gilad Atzmon escribe: Sólo en fechas recientes comprendí que la ética entra en juego cuando los ojos se cierran y los ecos de la conciencia forman una melodía interior. Empatizar es aceptar la primacía del oído.

14 de mayo de 2008

Carta


















Cuando escribí sobre una escena en la que dos personas escuchaban la misma música, aunque en habitaciones diferentes, un visitante anónimo del blog manifestó que le gustaría saber como continuaba la historia. Sonreí y respondí lo mejor que pude. Luego, una amiga me escribió un mail: esfuérzate y sigue la historia.
No la voy a seguir, pero hace días que pienso en otra historia que tiene relación, de alguna manera, con aquella primera escena. Sólo me veo capaz de contarla a la manera de una carta.
Fue durante una de las separaciones más difíciles que he vivido hasta la fecha, cuando entreví que ya me alejaba, sin vuelta atrás. Una tarde que estaba solo en nuestra casa, intuyendo un viaje que me llevaría lejos, decidí coger de la estantería común algún libro nuestro, alguno que tú hubieses traído cualquier día, impaciente por empezar a leer. Lo decidí rápido: el catálogo de la exposición de Arnulf Rainer que habíamos visto juntos, y un libro de poemas de Czeslaw Milosz (que acabo de coger). Leer poemas es una actividad maravillosa, en soledad o en compañía. Y hay uno de ese libro que casi me sé de memoria: La muerte de un hombre es igual a la caída de un Estado poderoso / que tenía ejércitos valerosos, caudillos y profetas y puertos prósperos y buques en todos los mares. (Y continúa).
Pero no fue lo único que me llevé de la estantería común. Aunque siempre vivíamos con poco dinero, a veces nos concedíamos grandes compras. Una de ellas fueron los dos cedés con las Suites de Violonchelo de Johann Sebastian Bach, interpretadas por Yo-Yo Ma. Venían en una caja maravillosa, de portada roja, de la firma Sony Classical. Aquella misma tarde decidí que yo me llevaría uno de los dos cedés, así podríamos seguir escuchando la misma música pero no de la misma forma: a cada uno le faltaría la mitad de las piezas, y las tendría el otro. Ni lo sentí como un reparto equitativo ni como el almíbar de la media naranja. No, no, aquello era lo que mi estómago y mi corazón me pedían, debía ser así, debía permanecer aquella marca en la piel, no compraría de nuevo esos discos. En cambio, cuando sonara aquel cedé, escucharía también el sonido de nuestra casa, la mesa grande de madera donde estaba el equipo de música. Incluso podría llegar un día, desconocido para los dos, en que los dos cedés estuviesen sonando al mismo tiempo aunque en lugares muy alejados. Serían casas distintas, por supuesto, incluso habría otras personas junto a nosotros, podría ser. Elegí el Disco 2 y no me llevé la caja original. Tú tardaste en descubrirlo, pero nunca dijiste nada y aceptaste las cartas del juego. El mío lo guardé en una caja vacía que se titulaba Nuevas Músicas, (menuda ironía), pero al poco tiempo le dediqué una caja nueva y la rotulé con cuidado: Suites nº2, 3 y 6.
Años más tarde, hace poco, mientras conducía, escuché en la radio una interpretación de estas suites que, literalmente, me obligó a detenerme para escuchar con toda la atención. Era una visión de Bach diferente a lo que conocía, se trataba del violonchelista Pierre Fournier. Y en ese momento decidí volver a comprar los dos discos con las suites para chelo de Bach, interpretadas por este músico. No sabía nada de él, ni lo conocía. Aunque a los pocos meses, otra amiga me dijo: Sí, Fournier es el Glenn Gould del violonchelo. Desde entonces, podría decir (a la manera de Murakami,... siempre habrá una mesa reservada para tí al fondo del restaurante) que en todas las casas que habito, hay una habitación dedicada a la música de Yo-Yo Ma, mientras en el resto de espacios me gusta disfrutar del admirado Pierre Fournier.
Ojalá mi amiga del correo electrónico entienda el esfuerzo por continuar la historia, a través de otra escena.

8 de mayo de 2008

Un viaje peligroso

Hace algunos días encontré un texto con las palabras que el explorador inglés Ernest Schackleton publicó en la prensa británica, para reclutar a la tripulación de su expedición a la Antártida:
Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito.
(Espero que sean palabras literales, y no una manipulación como parece ser que se hizo con el diario de Scott).
Suponiendo que así sea, me pregunto (sin respuesta por el momento), que significarían hoy día estas palabras. ¿Qué significarían si las despojásemos de los ecos poéticos y romáticos que casi instintivamente les añadimos?, ¿Quién las podría pronunciar?, ¿Qué significa hoy un viaje peligroso?, ¿Quién respondería al anuncio?. No sé bien por qué, me acordé de todo esto después de leer las declaraciones de la cubana Yoani Sánchez, la autora del blog Generación Y, en el que habla de como empezó a escribir en él por la necesidad de hacer un exorcismo personal. No sé cual es la relación entre un tema y otro.

7 de mayo de 2008

El amigo Mendelssohn

La música es un hilo de Ariadna que nos guía. Nada que ver con el hilo musical. Quien dice esto es el filósofo Eugenio Trías, en su libro El canto de las sirenas.
Aún no lo leí, sé de él por un artículo en el periódico y una entrevista con el autor en la que defiende que la música es una forma de conocimiento. Pero a mí lo que más me impresionó es cuando habla de uno de sus compositores preferidos: el amigo Mendelssohn. Cuenta que su música fue quien lo acompañó durante una grave convalecencia en el hospital. Porque, según Trías, el amigo Mendelssohn transmitía gozo, intensificación vital.
Leí esto en septiembre de 2007, recorté el artículo del periódico. Pero no olvidé sus palabras. Meses más tarde, instintivamente, un día busqué en una tienda algún disco de Mendelssohn. Un amigo que me acompañaba me recomendó el oratorio Elijah. Lo compré y comencé a escucharlo una y otra vez. Al poco le pedí a mi amigo alguna otra música de este autor. Y me regaló un cedé titulado Songs without words. Contiene la música para piano de las Op. 19, 30, 38 y 53, interpretada por Annie d'Arco. Y, tras semanas escuchando esa música, hoy volví a leer el artículo y la entrevista a Eugenio Trías.
Quería leer otra vez sus palabras porque lo que recordaba de ellas era esa idea de la música como algo curativo. También como un acompañante, con quien trazar un diario tan íntimo como estas piezas de piano. Hoy quería volver a tener cerca esos pensamientos y esas experiencias. Una parte de la vida que nos salva.

28 de abril de 2008

El mismo mar, la misma música

(...)
Escribir como un mercader ruso que está de camino
hacia China: encontró una cabaña. La dibujó.
Por la tarde observó por la noche anotó
al amanecer terminó se levantó pagó y se puso en camino
por la mañana temprano
Es un fragmento de El mismo mar, del escritor israelí Amos Oz. Dediqué la tarde a seguir leyéndolo, fue un regalo que llegó a casa hace dos días. En uno de sus capítulos, el narrador describe la escena cuando se sienta frente a su mesa, con bolígrafo y folios. Y música. Ese día, el Réquiem de Fauré.
Me apeteció escuchar esa misma música. Estaba agradecido por las páginas que acababa de leer. Sabía que tenía ese disco, lo busqué y lo puse. Hace años, una noche compartí la música que se escuchaba en una casa nueva para mí. Mientras dormía en aquella habitación, alguien vino y acercó uno de los dos altavoces del equipo a mi puerta entreabierta. En dos habitaciones distintas, escuchábamos la misma música.

25 de abril de 2008

Por qué me gusta ir a los conciertos











Estas son algunas de las razones que tengo anotadas.
Por percibir los silencios, que existen de manera muy diferente que en las grabaciones. Por escuchar los diálogos que propone la partitura: entre instrumentos, entre ritmos, entre una parte recordada y otra que está sucediendo. Por sentir el apaciguamiento mental y físico que ocurre cuando estoy sentado en la butaca, con la única tarea de intentar escuchar. Por vivir la experiencia de que una persona en el escenario, sola, tenga en vilo y en silencio a todo un auditorio, como en el concierto de la violonchelista Natalia Gutman. Porque la música abre los poros, despierta, nos pone en contacto con lo mejor de uno porque nos dispone a la atención.
Ayer, un conocido que me encontré en el concierto me dijo cuando nos despedíamos: se te envicionas nesto, produce saúde.

La voz de la tierra

Ayer, el solista de violín Marat Bisengaliew intervenía con la orquesta antes del descanso. El tiempo del concierto estaba medido, los horarios se cumplían, hasta que el músico, ante los aplausos del público y la mirada incrédula de la orquesta a su espalda, interpretó dos piezas a mayores y casi parecía que iba a tocar una tercera. Parecía que podía la emoción y su gusto por seguir tocando, además música española (Tárrega, Granados). Pero alguien encendió las luces del escenario y todo aquello se esfumó.
Hace casi dos meses, en el concierto de la Orquesta de cámara de Noruega, al inicio de una de las partes su director se equivocó de pieza. El concertino lo miró, sonrieron, pararon, y empezaron de nuevo con la pieza programada. Hasta ahora han sido las dos únicas salidas de programa que presencié en Santiago. Todo lo demás se adecuó perfectamente a lo planificado.
A mí me gustó ver un error en directo, me pareció que humanizaba la música, que interpretaron magistralmente luego. Cuando ayer el violinista consumía el tiempo del descanso, los músicos de la orquesta lo miraban con signos inequívocos de desaprobación: se está pasando, me pareció leer.
Probablemente lo que me gusta del error, o de ciertos momentos de emoción plena que podrían parecen poco adecuados, es que se producen a pesar nuestro. Parecen tener independencia, exigen su existencia. Una vez le escuché al escritor (y traductor al castellano de Peter Handke) Eustaquio Barjau hablar de algo parecido: lo que él llamaba la voz de la tierra. Dijo que era aquello en donde el hombre no tiene toda la palabra, la voz que se producía donde el hombre no ha gobernado. Y de ahí, según él, venía la calidad única. La misma voz que se escucha en movimientos cíclicos como el caminar, los latidos del corazón o las mareas, y en movimientos más imprevisibles, como una charla entre personas.
Y ponía un ejemplo: si el hombre habla o gobierna en todas las fases, se producen objetos perfectos, aunque todos iguales. Si se deja hablar a la tierra, entonces se producen objetos, seres vivos, con imperfecciones pero dotados de una calidad que los hace únicos. Por eso se puede comprar, decía, un Mercedes por teléfono (todos son igual de buenos) pero no un instrumento musical con una calidad y personalidad propia. Cada uno es diferente, y al músico le gusta escuchar su sonido propio (si es que lo tiene) antes de decidirse. La calidad no tiene nada que ver con el estándar, eso es lo que diferencia a los pianos Yamaha de algunos otros. Dijo esto en una conferencia titulada La lei natural en la música de Debussy, que tuvo lugar en el CGAC de Santiago el 14 de octubre de 1997.
(Hace once años que mis anotaciones de aquella conferencia estuvieron guardadas en una libreta y luego en un ordenador. Ahora pienso en qué tuvo que suceder para que hoy las escriba aquí).

24 de abril de 2008

Descansar en el presente

Cuando escucho música intento descansar en el presente, aunque pocas veces lo consiga. Leí la expresión en un libro de Peter Matthiessen (él la cita, pero no es suya). Y gracias a esas palabras identifiqué una experiencia, que apenas la toco, desaparece. No podría definirla mucho más, pero sí que noto cuando no está ocurriendo. André Compte Sponville dice que la felicidad consiste en conocer lo que es, sin querer utilizarlo, poseerlo o juzgarlo. Eso también me parece descansar en el presente.

22 de abril de 2008










Que lugar tan raro. Entiendo la incomodidad de escribir en un blog. ¡Dímelo a mí!. El verano pasado le conté a un amigo que tenía pensado abrir un blog personal. Cuando llegué a casa en septiembre lo cree: se llamaba qué lugar tan raro. Y empecé a darle forma con un esquema muy sencillo: cada entrada se componía de una foto y un texto. Trabajé en él durante un cierto tiempo, quería tenerlo bastante construido antes de dar la dirección. Y cuando me pareció que ya estaba listo... entonces me invadió el pudor, la insatisfacción, el miedo o quien sabe qué. Y nadie tuvo esa dirección. Por eso, aunque ahora me decido a participar en este espacio, nuevo para mí, comprendo la aparente incomodidad de escribir algo que tiene parte de personal, sin saber quien lo va a leer. La fotografía de esta entrada fue la última que subí a aquel blog. Le falta el texto, pero esa es otra historia. Después de hacer esta entrada eliminaré qué lugar tan raro.

21 de abril de 2008

El efecto de la mera exposición

- ¿Crees que la música posee el poder de cambiar a la gente? Es decir, que si, en un momento determinado, escuchas una música determinada, ésta puede hacer que se produzcan grandes cambios dentro de ti (...)
- Por supuesto -dijo-. Eso sucede. Experimentamos algo y, como resultado, ocurre algo
Este texto es de Kafka en la orilla, de Haruki Murakami. Todos sus personajes recurren a la música sin cesar, le prestan atención, viven a su lado.
El año pasado leí todos los libros de Murakami (!). Y al poco de terminar, me crucé en un libro totalmente diferente, con un concepto que el psicólogo Robert Zajonc formuló en 1968: El efecto de la mera exposición. Y lo enuncia más o menos así: las personas tendemos a crear un afecto positivo mediante la simple exposición a eso que causa el afecto. Dicho en otras palabras: El efecto de la mera exposición sugiere que nuestra experiencia desarrolla constantemente nuestras preferencias, independientemente de lo que podamos o no podamos querer a cierto nivel consciente. Esto puede significar que lo que realmente nos gusta es mucho más una función de lo que hemos experimentado que de lo que creemos que nos gusta.
Tal vez esta primera entrada quede muy llena de citas, pero creo que son una buena compañía. Para mí tienen mucha relación entre ellas, a pesar de todo lo que las separa. Cada vez que me siento en las butacas rojas del Auditorio, pienso en el efecto de la mera exposición. Luego comienzo a observar la salida de los músicos (y de las músicas).

Música mientras tanto

Me gustaría escribir sobre música, sobre mi experiencia al escuchar música. Ese fue el primer impulso para crear este blog. Desde mi llegada a Ourense tengo muchas cosas que agradecerle a la música. En el mes de enero decidí un plan: asistir cada jueves en Santiago al concierto del Auditorio de Galicia. Allí suelen actuar la Orquesta Sinfónica de Galicia y la Filarmónica de Galicia, y de vez en cuando otros intérpretes.
Se ha convertido en un ritual que espero toda la semana. Como el zorro le pide a El Principito que le avise con una hora de antelación antes de su llegada, para preparar su corazón. Bueno, pues a mí me gusta disponer de seis días para hacer algo parecido.
Creo que también me gustaría escribir sobre otras cosas, sobre aquellas que por razones varias no generan conversaciones de teléfono, correos electrónicos personales o encuentros en algún café con los amigos. Aunque con algunos esto último lo tengo dificil al regresar al noroeste...
Pero el centro será la música, y lo que surja alrededor de sus sonidos.
Evidentemente el blog está abierto a la participación. Produce cierto morbo acceder a una página así para ver si alguien ha escrito algo, para mí es una experiencia nueva y que me atrae.
Voy a empezar.