26 de enero de 2010

¿Por dónde voy?

Un sol muy intenso atraviesa todo el vagón. Algunos asientos hacia delante una mujer enseña a leer a sus hijos con un texto hecho de frases cortas. Palabra por palabra. Y cada poco uno de ellos, al que imagino pegado a la hoja y siguiendo la estrecha línea de arabescos que deben ser las letras para él, se detiene y como si lo invadiera una angustia repentina pregunta por donde va. Supongo, porque no los veo, que entonces ella pone su dedo en el renglón, señala la última palabra e infunde la confianza necesaria para retomar la frase. Continuar.

Cada cual se tapa hasta donde le alcanza el poncho
, dice Ataulpa Yupanki. Escucho su música interpretada al piano, sin su voz. Falta su voz.

En el mismo vagón leo unos versos de T.S. Eliot. Y también me pregunto cada poco, no muy distinto del niño, que por donde voy.
Señora, tres leopardos blancos se posaron bajo un junípero.
En la tibieza del día, habiéndose alimentado hasta la saciedad
De mis piernas mi corazón mi hígado y todo lo contenido

En la hueca redondez de mi craneo.
Y dijo Dios:
¿Acaso vivirán estos huesos? ¿Acaso
vivirán?


No conozco el original pero no me suenan bien estas palabras traducidas. Pero sí me gusta pensar y sentir tres leopardos blancos.

Empecé pensando que iba a copiar un poema entero de Joan Margarit: Nunca quemes las cartas de amor. Pero hoy no. A cambio miro de reojo su último libro: Misteriosamente feliz.

La sensación de esperar algo que no se puede nombrar, aguardar sentado en esta silla y, mientras tanto, escuchar la música.

15 de enero de 2010

Una medida del tiempo: cada día a las ocho

Cada día a las ocho de la tarde los vecinos bañan a su hijo pequeño. Me contó que todos los días de este invierno, desde que nació, se escucha a través de la pared el borboteo del agua, las voces, las risas y un tono de voz que no se olvida aunque no se identiquen las palabras. Sentados frente a un café también me dijo que cuando estaba en casa y lo escuchaba, sentía que era una señal de que todo iba bien, de que todo estaba en orden, que el día había merecido la pena, mejor dicho, que ese día tampoco sería el final. El baño de aquel niño era una medida del tiempo.

Ayer hubo concierto. Fue un concierto maravilloso, una tarde extraordinaria. Nos citamos en la cafetería de un hotel en la circunvalación de la ciudad, de esos que a los dos nos gusta reservar por internet a la mitad de precio, y en los que apreciamos una habitación silenciosa.

La RFG conducida por Manuel Hernández Silva, un director venezolano que no conocía. La primera pieza fue la Serenata para cuerdas en Do Mayor, op. 48 de Chaikovsky. Yo nunca había escuchado una interpretación así de viva y cuidada de ese tipo de música. A cada paso, más y más espacios abiertos en ese tiempo romántico. La sonatina, un vals, una elegía y un final que parecía cruzar, vagar, por la Rusia de Dr. Zhivago. El paisaje, los caminos a través de la estepa, el drama y la emoción palpitante, el romanticismo ruso. Rusia. Todo aquello con una precisión, una amplitud y una pasión enorme.

En el descanso miré el programa de mano. Aquel director dialogaba de otra manera con la música, para empezar sonreía, y trataba los sonidos con una intensidad lejana a la relación burocrática. Venezolano. Recordé la orquesta y el proyecto musical Simón Bolivar, la película de Simon Rattle sobre la educación musical, las ganas que tengo de escuchar una interpretación de Gustavo Dudamel.

Como llegué con más de media hora de antelación a la sala, primero hice tiempo en la cafetería y luego ya sentado en la butaca. En todo ese rato ví gente que no es la habitual en los conciertos. Personas mayores, pero también muchos niños, incluso algunos adolescentes. Con la segunda pieza del programa llegó la explicación: los vecinos de Guláns, una parroquia de Ponteareas, habían llenado un autobús para acompañar al compositor gallego Rogelio Groba a celebrar su ochenta cumpleaños en el auditorio. La segunda pieza, Concerto no lameiro, de Groba, fue el homenaje de la ciudad y de la orquesta.

No es lo habitual, gente de un pueblo pequeño (con excelentes bandas populares) que acompañan a un músico que tiene su mismo físico, viste un traje gris y se mueve como si tuviese veinte años menos. Antes de la pieza subió al escenario a decir unas palabras de agradecimiento. Cada frase era aplaudida por todos, muy especialmente por sus vecinos. Los niños estaban eufóricos en el auditorio, conocían al homenajeado y él los miraba sonriente. No se podía pedir más. Primero habían dirigido con sus manos y desde sus asientos la pieza de Chaikovsky y ahora aplaudían con ganas.

Al final, una Sinfonía núm. 36 de Mozart que parecía obedecer a abruptos contrastes de un romanticismo oscuro: por momentos todo parecía terminar para luego volver a existir. Para mí sonaba a otros autores, no me concentré. Pero no importaba, tal vez era el cansancio de las once de la noche tras una jornada intensa, o la larga temporada escuchando sus conciertos de piano.

Ahora sigo pensando en las medidas individuales del tiempo. Y en el misterio que las hace tan fiables. Por ejemplo la hora en la que en una casa hay que bañar a los niños. O la música inesperada de Chaikovsky al final del día. O las conversaciones que están fuera de lo que podríamos esperar y que permiten encajar las suficientes piezas del puzle para que identifiquemos otras caras de lo que ocurrió.

9 de enero de 2010

Amaicha

Cuando estaba en el instituto leí un libro titulado La importancia de vivir, de Lin Yutang. En uno de sus capítulos describía con todo detalle diez momentos plenos de felicidad. Eran cosas como un paseo por el monte, una tormenta repentina que empapa al paseante y su llegada a la casa caliente donde se pone ropa seca. Acontecimientos así de pequeños, así de grandes. Desde entonces, en las conversaciones con algunos amigos compartimos la clave, en un instante dado, de estar en un momento Lin Yutang.

Hace días que una y otra vez experimento un momento Lin Yutang. Desde que descubrí el programa de radio clásica Juego de Espejos, de Luis Suñén, intento escucharlo todos los domingos a la noche. Pero a veces no es un buen momento. Así que investigué y encontré en la web de R2 los archivos digitales de cada programa emitido, al menos de los últimos. Los descargué y decidí grabar un programa en cada cedé. Así que tengo sesenta minutos por programa en el que un invitado pone la música que le gusta, la que lo acompaña a lo largo de los años, la que admira (nadie es músico profesional), la que le permite reconstruirse a cada paso.

Comencé a escucharlos en casa, pero enseguida sentí que el mejor lugar para esa audición era un viaje en coche, a lo largo de una carretera. Y ese es el momento Lin Yutang: salir a carretera abierta y encender el aparato de música. Hace pocos días de esto pero cada cedé se ha convertido ya en la medida de tiempo más precisa que tengo para mis viajes. Un programa permite llegar, yendo despacio, a Portugal (por ejemplo). Y un programa y un pequeño silencio de reposo es suficiente para llegar a las montañas de Sanabria, yendo algo más rápido. Con las dos o tres primeras músicas de cada invitado (muchas veces asociadas a la infancia) llego muchos días a una pequeña salida de trabajo. Y también con un programa entero estoy en el centro de Santiago, o de Vigo. Aún no he probado esta medida en viajes largos, aunque ya puedo calcular las distancias. Pero los cedés se agotan más rápido de lo que esperaba. Cuento los que me quedan por oir igual que recelo pasar las páginas de un libro maravilloso, no quiero que se terminen. Es la otra cara.

Son programas sugerentes y abiertos. No solo hay música clásica, a veces hay algo de flamenco o de jazz, más raramente algo de pop. Hay invitados con los que me identifico mucho, con otros que traen todo ópera, apenas. Pero se saborean todos los colores. Porque en todos existe un material emocional que liga la música, la memoria y el día a día. Es un programa para gente que no vive de la música pero vive con la música, le gusta decir a Luis Suñén.

Hace meses leí un libro titulado Piano. La historia de un Steinway de gran cola, de James Barron. La historia que se cuenta es la de la construcción paso a paso de uno de estos instrumentos, 4.752 piezas mecánicas que hay que ajustar hasta que el instrumento deja de parecer mecánico. Y en medio de esas fases, alguien fabrica cuñas de madera de 0,33 milímetros. Y ese es el dato relevante, el que no se olvida: una cuña imperceptible que hace inclinarse la balanza del sonido hacia uno u otro lado. Así me parece la memoria, llena de cuñas invisibles que reordenan los pesos y los espacios, los sonidos, y permiten llegar a sesenta minutos de música. ¿Cuáles son los sesenta minutos de cada uno?

Antes de escribir esta entrada puse una canción de Ataulpa Yupanqui que conocí también en la radio. Me costó encontrar la grabación pero al final dí con ella: Danza de la paloma enamorada. Y como otras veces, tras la canción no pude dejar de escuchar las siguientes tres o cuatro, o más. Hasta que la voz poderosa y seductora de Ataulpa cuenta la historia de su Baguala de Amaicha. En ella, Ataulpa se encuentra con un campesino que tararea una música, los dos a caballo, camino de Amaicha, en las montañas cerca de Tucumán, Argentina. Y cuando Ataulpa elogia su cantar, el campesino enmudece y le dice que él ya sabe que canta "fiero", que canta "feo", pero que lo hermoso de ese cante lo pone la montaña, lo pone el cerro: si a usted le gusta es porque el cerro pone lindo las cosas que yo canto. Y Ataulpa Yupanqui se pregunta qué será de nosotros si no tenemos una montaña que nos haga lindo el canto, si no hay un paisaje que ampare y custodie la canción.

A nosotros tal vez el único paisaje que nos puede hacer lindo el canto es la memoria. Por eso se disfruta tanto caminando por las montañas de lo que no queremos olvidar. Construyendo y reconstruyendo a cada paso, unas veces a caballo, otras a pie, hacia Amaicha, siempre hacia otros lugares.

5 de enero de 2010

"Truenos mórbidos y un rayo que me partió"

Leo Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz como si fuese Rayuela. De aquí para allá, empezando por los últimos capítulos, iniciando una historia por el final, a saltos, con varios marcadores que son entradas viejas a los conciertos. Comencé a leerlo como si fuese un libro normal pero me aburría. No llegaba al río que intuía corría por debajo de las frases, entre las páginas. Oía parte de su discurrir sin lograr acceder a él. Así que probé con el método de Cortázar y las piezas del puzle comenzaron a encajar, en realidad, comencé a avanzar por túneles subterráneos que, como madrigueras, se conectan entre sí y aseguran una tupida red de caminos en los que sobrevivir y también esconderse.

Entonces comenzaron a alternarse los capítulos más dramáticos, el que parece que fue el suicidio de su madre, con otros festivos como el conocimiento de Nilli, la que sería su mujer. O la mejor descripción que recuerdo de una historia de amor y erotismo, la que mantiene con la maestra Orna (sentí en lo más profundo del cuerpo como truenos mórbidos e inmediatamente después un rayo que me partió).

Muchas veces me pregunto desde dónde escribe Amos Oz, o cómo se puede tener semejante conocimiento, qué ha vivido, que mundo habita para poder recorrer esos mundos importantes cuya existencia es invisible. Pues aquí me parece que hay algunas respuestas.

Y mientras tanto escucho las Sonatas para piano de Mozart, ahora mismo el cedé con la 4, 2, 12 y 15. No es el músico que ansío escuchar continuamente, pero esta temporada, ya larga, me acompaña una y otra vez. El correr de esa música, sea lenta o más rápida, parece estar dirigido por la misma sabiduría que a Amos Oz le permite describir la muerte de su madre diciendo que no se despertó por la mañana, tampoco cuando clareó el día y entre las ramas del ficus del jardín del hospital el pájaro Elisa la llamó sorprendido y la llamó de nuevo y la llamó en vano y pese a todo lo intentó una y otra vez y aún sigue intentándolo a veces.

Mozart trata con actitud parecida los caminos subterraneos del dolor y las superficies brillantes del placer y la alegría máximos. Y la interpretación de Christian Zacharias deja que eso se vea. Es un conocimiento sobre la frontera tan fina que separa la tristeza y el placer o sobre la fibra con la que están hechas esas emociones: la misma. Una vez, en mitad del invierno y en un campo nevado, al pie de una roca, descubrimos la despensa de algún animalillo para lo que quedaba aún de frío: bayas rojas. Los sonidos de piano de Mozart, en estos días de temporal sin fin, son como las bayas rojas. Permanecen a cubierto, agrupados como los huevos en un nido, cuidados, preciosos. Emocionantes.