30 de abril de 2010

Las aves del bosque

Hay luna llena.
Un ave nocturna cruzó sobre la carretera.
Todo duerme en la casa.

La música a través del cuerpo, volando sobre lo que no se comprende, cruzando como una flecha el interior de lo que no se entiende, demasiadas cosas. Cuatro percusionistas, toda una orquesta sinfónica sonando en el final de Variaciones Concertantes, de Antón García Abril.

Y antes y después, La Creación de Haydn. Sobre todo el dueto de Adán y Eva con coros, Von deiner Güt. La misma música que cruzó el bosque entre las aves nocturnas que dormían en los pinos, tantas veces. Los sonidos del final de la creación, después del sexto día. La música que el director de orquesta que interpretaba Héctor Alterio escuchaba al caer la tarde, mientras pensaba en su joven amiga.

Que conocía mejor que nadie las aves del bosque.

La búsqueda de la levedad como reacción al peso de vivir.

17 de abril de 2010

Siempre los viajes de invierno

En un viaje para descansar fuera del país, lo primero que mi amigo hizo al llegar a la habitación del hotel fue revisar su blog y responder algunas entradas sin importancia. Viajaba solo y me contó lo raro que se sintió por esa necesidad.

Algunas veces todo lo que se puede responder es el silencio, sin que tenga nada que ver con la indiferencia. Respondemos con un paisaje de invierno, las afueras de alguna ciudad perdida a la que se llega por caminos que se van cerrando tras quien los atraviesa. Tal vez la música pueda enseñar algo sobre la duración de esos silencios, es una ilusión pensar que ella nos puede dar algo de la educación sentimental que nos falta.

Hoy en el mercado, una pescadera habla con dos niños pequeños mientras coloca unos peces entre el hielo. Uno de ellos le pregunta por que una merluza está sin ojos y otras de la misma caja los tienen.

Abrazar una voz. Mientras conduzco, escucho en la radio el último lieder de la colección Viaje de Invierno de Schubert. Y deseo llegar a casa para volverlo a poner y escucharlo con atención, no lo recordaba así. Llevo varios días oyendo en algún momento del día esa pieza. Apenas tres minutos para lo que parece una voz que viene de otro mundo, un piano fúnebre, el aroma del humo y del frío, de las casas que se cierran después de conocer la alegría en su interior. Cada vez que lo escucho la imaginación se rompe aún más, se pierde en la despedida. En una mezcla de calma por lo inevitable, también de dolor por mirar a los ojos y no encontrar los ojos. Lo fúnebre del viaje, del dejar atrás para apreciar que todo lo que persigues estaba allí y allí se queda. E impotencia cuando la voz sube y ya se deja ir al silencio otra vez.

Hace años leí con una gran intensidad El peor viaje del mundo. Escrito por Apsley Cherry-Garrard, narra la expedición de Scott al polo Sur de la que él formaba parte. Fue una época en la que soñé con llegar a ser un experto en las expediciones polares. Tengo el ejemplar cerca de mi, lo abrí porque hay algo en ese lieder que tiene que ver con la entrega y la despedida de aquel viaje. Reuní mucha documentación, estudié mapas, dibujé las trayectorias, tomé notas sobre los viajes al centro del frío. Ahora voy pasando las páginas, mirando las que están señaladas. El capítulo 7 se titula El viaje de invierno.

Hace unos días pude escuchar por primera vez en directo La canción de la tierra, de Gustav Mahler, interpretada en la versión para orquesta de cámara que preparó Arnold Schönberg y completó Rainer Riehn. Y en el final, otra vez esa voz de despedida, de un dolor sin final, del vagabundo en los bosques del invierno. Sabía que esa música entraba en ese territorio, pero no conocía la historia de la muerte de la hija del compositor (o tal vez el augurio de la suya). Es la serenidad del atardecer, cuando la tierra respira plena de descanso y sueño.

También pude escuchar el concierto para clarinete KV 622 de Mozart, conducido por un Frans Brüggen que apenas podía caminar, y que dirigió a la RFG sentado en una vieja silla giratoria. No lo sentí como una interpretación excepcional, pero me llamaron poderosamente la atención los silencios que él conseguía introducir en el fluir de esa música. Parecían pequeñas paradas destinadas al descanso de los sonidos, del clarinete, de los oyentes, de los recuerdos. Tal vez eran los silencios de la despedida, cuando aún tienes delante la imagen pero ya nada sirve para llegar hasta ella. Y el tren arranca.

Sopra frío nos meus piñeiros. / Eu quedo aquí e espero o meu amigo; / Eu espéroo para o derradeiro adeus./
Eu anhelo, amigo, gozar ao teu lado / a beleza deste anoitecer./ Onde estás ti? Ti deixáchesme longo tempo só! /
Eu vago arriba e abaixo co meu laúde, / por vieiros cheos de suave herba.

Es un fragmento en gallego del final de La canción de la tierra, extraido del programa de mano del concierto.

En el mundo civilizado a los hombres se les acepta tal y como son porque existen muchas formas de disimulo, y además hay muy poco tiempo y puede que incluso muy poca comprensión. Esto no ocurre en el sur. Estos hombres hicieron el viaje de invierno y sobrevivieron; luego hicieron el viaje al polo y murieron. Eran de oro de ley, relucientes y puros. No puedo expresar con palabras lo buenos compañeros que eran.

(Copiado del capítulo El viaje de Invierno, de El peor viaje del mundo).

Ahora subiré a la bicicleta y pedalearé todo lo fuerte que pueda hasta que el camino acabe en un bosque de acacias negras. No pensaré en nada, intentaré no recordar nada, iré sólo pendiente de la ruta, aunque con algunos sonidos que tienen la misión de recordar el silencio de los viajes de invierno. Y las ausencias. Después, cenaremos con vino.