26 de diciembre de 2010

La sal de la carretera

Viajo muy despacio. La sal, reseca por el sol, forma un polvillo blanquecino sobre la carretera en el que se marca el paso de cada coche. La nieve reluce muy cerca. A ratos voy en silencio, a ratos escucho el ruido del motor, a ratos oigo algún programa en la radio. Hoy hace sol.

Después del periódico, por la noche leo unas fotocopias con el homenaje que Roland Barthes escribió para Michelangelo Antonioni. Empieza así:

En su tipología, Nietzsche distingue dos figuras: el sacerdote y el artista. Hoy en día, tenemos sacerdotes de sobra: en todas las religiones e incluso fuera de la religión; pero ¿artistas? Quisiera, querido Antonioni, que me prestara un momento algunos rasgos de su obra para permitirme fijar las tres fuerzas, o, si lo prefiere, las tres virtudes que a mis ojos constituyen el artista. Las nombro ahora mismo: la vigilancia, la sabiduría y, la más paradójica de todas, la fragilidad.

21 de diciembre de 2010











Un fragmento de ADN

20 de diciembre de 2010

Solve et coagula

Solve et coagula.

Es la fórmula que resumía el arte de la transmutación en los alquimistas: disuelve y reúne. Hablaban de transmutar un metal en otro, un caos primitivo en oro. Lo leo en un libro raro: "Catarsis" de Andrzej Szczeklik, un médico (me animé a leerlo porque el prólogo es del poeta Czeslaw Milosz).

18 de diciembre de 2010

Una voz en el circo Price

Se apagaron las luces y callaron las conversaciones del público que lo esperaba, se hizo el silencio. Y del medio de la sala, a oscuras, comenzó a llegar su voz sola, sin acompañamiento al principio, luego arropada, aunque de momento sin instrumentos. Un canto denso y envolvente, a ratos seco. Desde lo alto de la tribuna del circo Price, en Madrid, apenas se veía nada allá abajo. Pero llegaba su voz y no se escuchaba otra cosa. Un canto conmovedor, algo que giraba y ascendía en aquel escenario circular. Así siguió un buen rato hasta que se encendió alguna luz en el escenario, y en el pasillo entre butacas, para que aquel pequeño grupo de cantantes avanzara y pudiera subir al escenario. Allí acabó aquella primera canción, los aplausos cerrados, su voz ronca, socarrona, tranquila y cariñosa. Por momentos los puños y los ojos cerrados, la elegancia en todo el cuerpo sentado, la luz oscura que caía sobre su traje, la luz más blanca también. Poco a poco cantó en un flamenco de letras nuevas que a él le gustaba escoger. Mucho frío fuera y el cante que se alargaba durante aquella noche. Todo pasó muy rápido. Dentro hacía mucho calor (había llegado corriendo, casi no llego). Fue el 20 de febrero de este año. Un concierto de Enrique Morente.

Un día inolvidable.

16 de diciembre de 2010

Sentido no es significado

Una de los mejores bálsamos que conozco para tratar las heridas es escuchar la música de Bach.

Hoy, en medio de un frío polar (dentro y fuera), viajé con toda la atención puesta en la Misa en Si Menor dirigida además por Nikolaus Harnoncourt. Es una pieza vocal luminosa y brillante, deslumbrante, entregada a algo que va más allá de ella y que la recorre sin dejarse ver.

Pero al mismo tiempo la música no debe servir para tratar las heridas, ni mucho menos para entretenerse en darles lametones más o menos concienzudamente. Hace unos días leí una entrevisa al filósofo Eugenio Trías en la que decía que la música no posee significación, pero rebosa de sentido. Y creo que debe ser eso lo que ayuda a regenerar los tejidos muertos: el sentido.

Porque, de alguna manera, las heridas son una pérdida de sentido de algo que forma parte de la esfera de nuestro mundo. Y el estar cerca, simplemente eso, de algo que rebosa otro sentido hace que, por simple ósmosis, nuestras células más internas vuelvan a latir. Encontrar sentido a lo que no parece tenerlo, a lo que se nos niega, a lo que parece estar muy lejos de tener un significado, a veces es una buena razón para querer despertar.