24 de noviembre de 2011

Vidago, 18 de octubre de 2011

23 de noviembre de 2011

Un olor a ciprés y a café

Empezar por el final.

Cualquier final, porque en realidad es posible que no exista tal cosa.
Hacer ese recorrido para escribir un Elogio de los combates ordinarios (anoté este título pero no recuerdo donde lo encontré). O para comprobar lo que el poeta Joan Margarit escribió: No estaba lejos, no era difícil.

Pero a veces es imposible.

Uno de los finales es Antón Chéjov.
El que describe un aroma como un olor a ciprés y a café.
Leo por fin a Chéjov. Casi todo lo que llevo leyendo estos últimos años llevaba hacia él: Amos Oz, Raymond Carver, Haruki Murakami, incluso Peter Handke. Para todos ellos Chéjov es el maestro.

Comienzo una selección de sus cuentos. Se inicia un mundo de atmósferas y detalles, también de modernidad, que irradia un poder oscuro, secreto. Una descripción minuciosa y precisa de los alrededores de la manzana para hacernos sentir como es el invisible gusano que la corroe.

Empezar por el final.
Me está ocurriendo en varias cosas que inicio, también en varios viajes, pequeños y grandes. Sin habérmelo propuesto remonto el río desde el mar hasta las piedras donde surge un hilo de agua. Es la ilusión de los orígenes, del manantial. Una ilusión más de la imaginación que de la fantasía (por eso me gusta). Tal vez en algún lugar de esa ruta exista la posibilidad de identificar un aroma a ciprés y a café. Identicarlo y detenerse, para saber de donde viene.

Chéjov tiene que ver con la observación atenta. Y la observación, aunque signifique fijar la vista sobre realidades problemáticas, cura. La observación permite salir de uno y descansar. Y desde ahí regresar y revisitarse, recorrer a otro ritmo las arterias y los finales. Chéjov pone en movimiento un gran nivel de concentración, no vale la distración. Tener esa capacidad para construir una observación desde la ruina, desde lo fragmentario e incompleto, desde el desengaño y la pérdida. Y desde ahí desear llegar a casa para beber, escribe, aguardiente de serbal.

Tras leer varios de sus cuentos entiendo algo mejor los escritos de Amos Oz, en particular su Caja negra. Y la actitud de Lobo Antunes frente a la memoria. Y por que no consigo soltar de la mano algunos libros de Murakami, (mientras se deshace como la mantequilla al fuego el feísmo del llamado pensamiento positivo). Chéjov tiene la belleza de la dureza, de lo que no tiene vuelta atrás, aunque empecemos por el final. Nada es gratuito, todo es imprescindible, incluida la soledad, la incomprensión y la pérdida.

Pero Chéjov es el maestro, entre otras cosas, porque lucha (como Carver en toda su vida) por aprender a no deshauciarse nunca a uno mismo. Y eso siento que es algo más sutil de lo que pueda parecer a primera vista.


6 de noviembre de 2011

Un misterio que palpita

Escucho otra vez los cuatro últimos lieder de Richard Strauss en la primera versión que tuve, la de la soprano Jessye Norman con Kurt Masur al frente de la orquesta.

¿Cuántas veces he escuchado esta música?, ¿y en cuántas situaciones diferentes? Y una y otra vez el orden y la escritura de esta emoción en cuatro canciones existe y expulsa fuera de esa estructura todo lo que no es ella misma. Y ni asomo de poder entender la inmensidad y también la calma que hay en esa despedida: un misterio que permanece innombrable desde el primer día que escuché uno de los lieder en la radio y me detuve como si me hubieran hipnotizado. Luego supe que eran las canciones para despedirse de una vida.

Al final de La montaña del alma, Gao Xingjian, tras narrar en 651 páginas un viaje inolvidable, el de una vida también, concluye con una frase: En realidad no comprendo nada, pura y simplemente nada. Así es. Y no es cualquier incomprensión, es la de quien ha regresado a casa luego de dar la vuelta a varios mundos interiores.

Lo más complejo, y es posible que lo más enriquecedor, es cuidar por mantener cerca de nosotros el misterio, lo que no comprendemos. Y admitir que lo mejor que nos puede ocurrir es esa ignorancia: saber que la semilla, una esfera protectora, no se abre nunca.

El otro es un enigma para mí. Yo, para el otro. O se renuncia a descifrarlo o se entra en la desconfianza, escribe Castilla del Pino. Pero eso es difícil de aceptar, nadie nos ha enseñado, y por eso con una navajita afilada, como si nada fuese a ocurrir, a veces se abre la semilla para mirar dentro y, al instante, sentir el ácido que indica que no habrá vuelta atrás.

Tal vez la música pueda enseñar a disfrutar del enigma, a identificar lo que no se puede descifrar y a intentar convivir con él. Estas cuatro canciones hay que aceptarlas como cuatro misterios que palpitan, sin más, y sin creer saber nada de ellas cuando comienzan a sonar (puede que antes o justo después sea algo distinto, pero no cuando están sonando). Cuando están haciéndose solo queda callar y escuchar, porque nos están haciendo.

Inclinarse ante el enigma, ante la riqueza de lo que no podremos desentrañar (sacarle las entrañas). Y acariciarlo.