29 de febrero de 2012

Ir en quince direcciones

Tres cosas en la cabeza, en la punta de los dedos:

La primera es una frase, creo que un verso de una canción que canta Amancio Prada:
un rumor de manzanas.

La segunda es la música, casi cualquier disco, de Paco de Lucía. La sensación de que la máxima dificultad, tras un largo proceso, consigue extraer lo mejor de cada sonido, el mejor ánimo. Una música que siempre señala donde está el norte (a veces en el sur).

Y la tercera un calificativo que escuché sobre uno de los discos de los Rolling Stones, Exile on Main St.:   
Es como ir en quince direcciones a la vez.

Y otra más:
El recuerdo de un clarinetista que ensayaba cerca de una de las casas en las que viví hace años. Nunca le conocí pero seguía sus pequeños conciertos de media mañana mientras un perro que se llamaba León se tumbaba en la hierba, bajo algún manzano. Había muchos.

Algunos recuerdos también hay que abrazarlos durante la noche para que descansen a nuestro lado.

28 de febrero de 2012

Estepa

No hacía más que recordar una noche de hace algunos años, frente al fuego de la chimenea y preparando algunas cosas para un viaje al día siguiente por la estepa, en realidad por el desierto. Un lugar perdido y remoto para el que había reservado un día de primavera en el que aún hacía frio. Pero ahora, muy tarde, solo recordaba esa noche. Algo sin sentido.

Me levanté y busqué uno de los libros de la sabiduría (o algo parecido): Ciudadela de Saint-Exupéry. Lo acaricié como si fuera el lomo de un animal que se acerca confiado. Al abrirlo al azar encontré: 

Y sólo de aquello de que puedes morir puedes vivir.

25 de febrero de 2012




24 de febrero de 2012

La piel de tus palabras

Hace años, en una especie de examen, me preguntaron qué personaje del mundo del arte me gustaría entrevistar o poder elaborar un documental sobre él. Respondí que el poeta Rainer María Rilke. Y llevo algunos días pensando qué hubiera respondido hoy a la misma cuestión.

El privilegio máximo de una persona es su propia voz. Esto es lo que recuerdo haberle escuchado a alguien que hablaba de los instrumentos musicales y quería decir que quienes cantan disponen de un privilegio sobre otros instrumentistas. Pero ese pensamiento también me gusta en sentido no literal.

Una voz que oscile, que sepa balancearse entre la fuerza y la delicadeza, que aprenda el equilibrio. Y hablar. Porque solo se vive una vez.

Hace unos días releí un texto de Joseph Brodsky en el que encontré:

En estos años, durante mis largas estancias y breves temporadas aquí, he sido, creo, feliz e infeliz casi en la misma medida. No importaba tanto cuál de las dos cosas, porque yo no venía aquí por motivos románticos sino para trabajar, para terminar una obra, para traducir, para escribir un par de poemas, si tenía esa suerte; simplemente, para estar. (...) La felicidad o infelicidad, sencillamente, me acompañaban como asistentes, aunque a veces éstos se quedaran más tiempo que yo, en calidad de servicio. Hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que no alimentarse de la vida sentimental de uno es una virtud. Hay siempre bastante trabajo por hacer, por no mencionar la gran cantidad de mundo que hay fuera de nosotros.

Creo que me gustaría entrevistar a Brodsky. Preguntarle cómo se hace eso, mejor dicho, cómo vivía él esa práctica de alimentarse del exterior, cómo había ido experimentando esa virtud. Porque es difícil.

Una persona de cierta edad, durante otra entrevista decía:
Lo único que me interesa ya son los individuos y las vidas cuanto más apasionadas mejor.

Otra sesión de afinación en la gran sala de conciertos.

Y me presento a ella como si fuera una pieza en si misma. Es uno de los mejores instantes para la música, entre otras cosas, porque cada uno de aquellos individuos, músicos y público, está construyendo una melodía. Aprenden algún pasaje difícil, repiten, mientras todas las barreras y las esperas están desarmadas. El cerrojo sin pasar, la puerta abierta.

En esos momentos cada uno se encierra en su pequeño espacio, atento a su sonido y preparando la voz, calentando la voz. No suelen ser sonidos gloriosos pero son únicos, también repetitivos. Lo único que me interesa son los individuos.

Ayer, un hombre grande, corpulento, con unas densas patillas negras que le cubrían media cara, movía con delicadeza los brazos de una niña pequeña para explicarle cómo los músicos rozaban el arco sobre las cuerdas del violonchelo. Ellos también estaban afinando, afinaban su cuidado.

Los sonidos de la preparación.

Aunque parezcan bocetos, siempre he sentido que son música definitiva. Y la que viene a continuación, elaborada y acordada, muchas veces se queda en el umbral de nuestra piel y no alcanza a pasar al otro lado. Hay muchas barreras que atravesar, algunas densas y peligrosas para la escucha. Cada uno, músico y oyentes, sabe algo de las suyas. Pero nada de eso existe en esos minutos del antes. Todo está ocurriendo, todo puede suceder. Es, tal vez, el equilibrio entre la fuerza y la delicadeza. Igual que el encuentro de la piel.

Incluida la piel de tus palabras.

Ayer, en el después, sonó el concierto para piano núm. 2, op. 83 de Johannes Brahms. Christian Zacharias al piano y Christoph König dirigiendo la orquesta trazaron una interpretación que me pareció como tallada en una roca: dura y cortante, moviéndose en ondas que terminaban de manera seca y precisa.

Si, era importante seguir aquella talla. Pero yo seguía en el ensayo.

17 de febrero de 2012

Hasta otro día

Como solo tenía unos minutos y quería aislarme del bullicio enchufé los cascos al ordenador.
Entraba el sol, había una luz dura. Y comenzó a sonar Hasta otro día, Chicho; el disco de Amancio Prada dedicado a Chicho Sánchez Ferlosio.

La noche me enamora más que el día 
pero mi corazón nunca se sacia 
de seguir el paso de la luna 
que en el silencio de la sombra viaja

Pensé que era un ritmo nuevo para la voz de Amancio Prada. Ágil y hasta alegre, lleno de complicidad con el amigo admirado. En cierta manera una cantiga de amigo.

Que el cantar tiene sentido
oye mi bien, entendimiento y razón

Noté que mi cara se relajaba con aquella pequeña guitarra que caminaba decidida y confiada. Pensé que sería una pequeña guitarra canaria. La boca, todo el cuerpo aflojó un poco: el cantar tiene sentido.

A lo lejos viene un barco
y en él llega mi amor

Unos bonitos cascos grises y negros, grandes y buenos.

Desconecté la clavija, interrumpí la música como se había interrumpido el poema de John Donne, como se detienen de pronto los poemas cuando ya no hay sol. Los mismos que nunca sacian la noche.

Mira ese lirio que el tiempo consume
y hay una fuente que lo hace florecer

16 de febrero de 2012

Él no lo sabe

Entonces, se sentó a la mesa y cerró los ojos.
(Como el violinista, pensé).
Hablaba en voz baja, apenas podía oir qué decía. Parecía una salmodia, o un mantra, o una carta dictada. Pero no había nadie más. Solo yo veía la escena y no sabía que hacer.

Miraba hacia la ventana. Era de noche, apenas podría ver algo, pero seguía mirando. En algún lugar. Un lugar hacia el que dirigir la atención, aunque fuese hacia la noche. Bajé la cabeza, no estaba cómodo observando aquella escena. Quería irme. Pero no quería dejarlo así.

Es tan misterioso el país de las lágrimas, dice El Principito. Me senté en el suelo, a esperar. Rogando para que aquello pasase rápido y pudiese entrar y saludar y pedir que saliésemos a caminar. Pero nada en mi se movía mientras escuchaba aquel monólogo, duro porque parecía no tener final.

Si pudiese intervenir tampoco sabría qué decirle. Tal vez que tras dar varias vueltas a los mundos posibles, la sabiduría sigue teniéndola El Principito. Por el asombro, por la preparación, por la disposición: dime cuando vienes, si por ejemplo vienes a las cuatro prepararé mi corazón desde las tres (más o menos). Él y Wittgenstein: De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca.

Y Conrad, El corazón de las tinieblas. Allí sentado, escuchándole, viendo como se sumía en aquella voz incomprensible pensé que también cada día es un viaje por el río Congo. Mañana será el corazón de las tinieblas: río arriba, en un barco prestado, a la búsqueda de un tipo que sabía muchas cosas y que remontó la corriente. Para acabar con él, para acabar con algo de lo que hace que uno vaya río arriba, entre tanta oscuridad, para acabar con él. Pasado mañana será el corazón de las tinieblas. Y así sucesivamente.

Muy lentamente me levanté y sin apenas hacer ruido salí de la habitación y poco a poco de la casa.

Para tener otra vida, uno debería ser capaz de concluir la primera, y ése es un trabajo que requiere precisión. Esta frase de Brodsky me vino a la cabeza de repente. Hacía años que la había leído y había permanecido olvidada desde entonces. Caminé hasta un café. Me senté y la transcribí. Se la dediqué, aunque él no lo sabe.

15 de febrero de 2012

La lógica borrosa del estar cerca

Asisto a una conversación en la que le preguntan a un ingeniero qué es la lógica borrosa, uno de sus campos de especialización y un término que me parece precioso. Responde que la lógica que intenta parecerse al pensamiento humano, es decir, la que utiliza el concepto del caos, de la incertidumbre, de las influencias imprevisibles entre partes. Y que ahí está el reto a la hora de construir máquinas: la introducción de la lógica borrosa, la gestión de la incertidumbre.

La memoria.

Con mi amigo C., un segundo hermano durante muchos años, fuimos a la galería en la que inauguraba una exposición Antoni Tàpies. Eso ocurrió hace más de veinticinco años. Fuimos porque era nuestro ídolo, el pintor al que admirábamos en primer lugar, un hombre que había que ver en directo (me gusta seguir haciendo esos viajes de admiración).

Íbamos para ver los nuevos cuadros y para ver como era aquel hombre al que solo conocíamos en foto. Allí estaba, con su pantalón de pana, la corbata granate, el pelo canoso, sus gafas. Un tipo afable y cercano con todo el mundo. Y nos entró una especie de valentía para saludarle, tal vez darle la mano, decirle el agradecimiento que sentíamos por disfrutar de su obra. Éramos dos jóvenes estudiantes.

Así lo hicimos. Aprovechando un momento en que había calma chicha en la sala nos acercamos a él. Para nuestra total sorpresa nos recibió con total cercanía e inmediatamente nos hizo sentir que aquella era una charla particular. Llamó a su mujer, Teresa, y (aún más sorprendente) tras unos pocos minutos de conversación nos animó a visitarle en Barcelona. Dijo que tal vez podríamos seguir charlando y pasar una tarde con ellos. Los dos no podíamos creer lo que estaba ocurriendo.

Aceptamos, claro. Y algo más de un mes después allá fuimos. En un tren. Y allí estaba el matrimonio Tàpies en una casa anónima que se transformaba por completo al cruzar la puerta. La biblioteca, como la de un viejo monasterio, el salón amplio y, sobre todo, el estudio: en el sótano y sin ventanas. Hablamos (lo que podíamos), tomamos algo. En nuestra valentía le regalamos algo cada uno y él hizo lo mismo (lo tenía preparado!).

Recuerdo el calor, la cercanía, la curiosidad por dos jóvenes, incluso los buenos consejos; la percepción de estar frente a alguien de una humanidad extraordinaria, de alguien que dispone de una escala que mide el tiempo y la energía de un modo único y personal. Imposible olvidar aquel encuentro.

El domingo cinco de febrero murió. Unos días antes se fue Wislawa Szymborska. Los dos tenían ochenta y ocho años.

Su sonrisa, siempre su sonrisa. Frente a la incertidumbre, la cercanía. Una lección para no olvidar: luchar por estar cerca, por permanecer a poca distancia, por conocer el olor y la piel del mundo que queremos, por conquistar ese mundo, por bajar las barreras para que ese mundo nos conquiste: por pertenecernos. Como Antonio López dice que se dibuja un árbol: permaneciendo cerca de él.

Joseph Brodsky escribe que después de todo, un objeto es lo que hace del infinito algo privado. Y una persona también. Tal vez lo que se dibuje, se escriba, se cante, se fotografie sea esos círculos protectores de la privacidad. Y eso es mucho.

13 de febrero de 2012

Nemanja y un lugar en el mundo

El mar estaba alegre, el tercer movimiento de Vistas al mar de Eduard Toldrá me recordó la música de la película de Adolfo Aristarain Un lugar en el mundo. Al inicio, un chico montado a caballo compite en una carrera de velocidad con el tren que a diario llega a su pueblo. Corren en paralelo a lo largo de una línea recta, en algún sitio de Argentina. Si gana el chico cruzará la vía sobre un paso segundos antes de que lo haga el tren. En realidad, sin una desgracia, apenas hay otra opción. Todo o nada en un juego diario.

La pieza de Toldrá fue la primera de un concierto difícil de olvidar (a pesar de que no prometía demasiado). La segunda fue el Concierto para violín núm. 2, Op. 63 de Sergei Prokofiev. Y ahí ocurrió lo inesperado.

Delante del director, Maximino Zumalave, salió un solista muy joven que yo no conocía: Nemanja Radulovic. Sorprendente en primer lugar por su estar, su ropa, todo lo que no se correspondía con un cierto protocolo que hay en estos conciertos. Sí, vestía de negro... pero con botas altas de cuero (entre otras cosas). Pero todo eso daba igual en cuanto cogió el violín y se concentró para iniciar la música.

Cerró los ojos, esperó unos segundos e inició el concierto de Prokofiev. La orquesta, la sala, todo cambió bajo su ritmo y su fuerza, su virtuosismo también. Su intensidad. Nada había allí de gratuito, todo estaba en el límite, todo jugaba con fuerza, cada una de sus frases servía a un todo que cambiaba a cada momento: de la dulzura extrema a la luminosidad casi hiriente, del extravío a la ironía. Parecía la música nerviosa de un viaje ininterrumpido. A lo largo de miles de kilómetros, en todos los climas posibles, bajo muchos paisajes distintos. Y todo eso tocado con una precisión y también una delicadez extrema.

El orden natural de las cosas debe ser esto.
Durante una escucha así las emociones vuelven a encontrar su sitio.

Cuando acabó, la sala ofreció una de las mayores ovaciones que recuerdo. Concedió dos pequeñas piezas a mayores: una variación sobre una suite de Bach y otra que no reconocí. Y otra vez la misma intensidad y precisión. Y unos silencios desconocidos.

Al final, en el exterior la temperatura estaba bajo cero. El regreso fue en silencio.

La carretera estaba llena de sal. Había que conducir con atención, también había hielo. Era tarde, aun casi había luna llena. Recordaba a Nemanja (en sus labios leía decir constantemente gracias en francés), recordaba el último moderato de Haydn. También a uno de los músicos que unos momentos antes de iniciar el concierto, mientras la orquesta comenzaba a afinar, se acercó a la primera fila para sonreirle a una niña pequeña con un gran lazo en su pelo rizado y preguntarle, con acento argentino, si había hecho los deberes,... si había hecho faltas de ortografía.

12 de febrero de 2012

Saraband, una voz

Hace unos meses una amiga publicó en su blog un listado (numerado) de cosas que le irritaban. Le salieron diecinueve.

Llevo algunos días pensando si quiero hacer algo parecido. Y no estoy muy convencido. Entonces, hoy, decidí asistir a una clase para clarificar(me) algunas cosas. Y elegí uno de los sabios más áridos: Ingmar Bergman. Volví a ver Saraband, su última película.

La saraband es un movimiento presente en cada una de las seis suites para cello de Bach. Es el momento más sereno, tal vez más maduro, de cada suite. Se corresponde con la lentitud de la danza que evoca: la zarabanda. Y ese movimiento, en concreto el de la 5ª suite, suena en la película.

Como una obra de teatro, casi totalmente autobiográfica, la Saraband de Bergman está dividida en diez movimientos. En ocasiones duele escuchar y ver algunas escenas, pero todo permanece en el círculo de lo humano, aunque aparentemente haya personajes deshumanizados y crueles, llenos de odio. Cogí libreta y pluma, dispuesto a tomar notas.

Una buena relación, dice el protagonista, consta de dos aspectos: una buena amistad y un erotismo inquebrantable. Lo anoté.

Un erotismo inquebrantable, que buen adjetivo. También habla de las relaciones como una cuestión de pertenencia, o de los mensajes que emiten los cuerpos cuando quieren separarse o de como una discusión brutal deriva en un café en la cocina.

Las casas.

En un momento dado, Johan, el protagonista, habla de estar en este mundo para hacerlo menos insoportable. También de lo difícil de tomar decisiones cuando otros se ven afectados por ellas (y eso ocurre siempre).

No es fácil mirar a los ojos de Saraband. Una danza lenta en la que hombres y mujeres se movían alrededor de un centro que se desplaza a cada paso. Mirar de frente unas imágenes del final de una vida con áreas lúcidas y otras muy oscuras, y sentir que el amor y la barbarie que hay allí también nos pertenecen.

Una clase intensa. La película dejó tras de sí el sonido de un violonchelo, la voz más humana, atravesando una habitación que se oscurecía a la vez que protegía y calentaba. Escuchar una voz, permanecer cerca de ella. Atreverse a escuchar una voz, todo lo que tiene que decir, incluso aquello para lo que no hay palabras.

Y entonces me acordé de aquel listado de cosas que irritaban a mi amiga.

Escuchar una voz hasta el final es lo contrario a dos cosas que si me irritan: es lo contrario a la mentira (si es que existen pecados, seguramente es el único) y es lo contrario a las buenas intenciones que no descienden al terreno de los actos (y que por eso mismo suelen hacer tanto daño, porque se escuchan a si mismas en lugar de mirar a los ojos del otro).

Escuchar las pocas cuerdas del violonchelo, todas, supone aceptar la importancia, también, de todas las emociones. Supone practicar la valentía de ofrecer atención y respeto por cada sacudida que da el cuerpo, como ocurre en la Saraband de Bergman, sea lo que sea lo que produce esa sacudida. Y eso tiene algo que ver con la disposición y el compromiso. También con la generosidad (no con las buenas intenciones).

Escuchar una voz es un buen remedio para aceptar la convivencia de la miseria y la luz intensa. Y de esa emoción, de esa imposibilidad, es posible que salgan las fuerzas para llenar de ligereza y de belleza lo que siempre es muy difícil, árido y a veces odioso.

Aunque en otras ocasiones, no se trata de escuchar sino de ser la propia voz, de hablar. Sabiendo, como leo en Bataille, que el que habla confiesa su impotencia.

6 de febrero de 2012

Rendidos y entregados

Hace un tiempo, algunos años, la manera de entrar en la noche y en el descanso era a través de la música.

Hay piezas que entonces escuché que ya siempre estarán unidas a un tiempo en que cuando había que dormir todo el cuerpo se rebelaba mientras fuera nevaba. El invierno en todas direcciones.

Una de esas piezas es el Adagio D897 de Schubert.

Hace más de un año me regalaron un pequeño cactus. Me gustan las plantas, las cuido con atención, pero no siento especial cercanía hacia esa variante que son los cactus. Pero este era poco más que un esqueje y además me lo traía alguien a quien quiero. Así que le di un lugar preferente frente al sol de la ventana.

Apenas crecía pero en una de sus pequeñas ramas comenzó a formarse una estructura como aérea, fina, una ligerísima membrana blanquecina replegada sobre si misma. Comprendí que aquello quería ser su flor pero que difícilmente llegaría a ser tal cosa.

Tras más de seis meses de incubación al final allí apareció una flor blanca y roja de una intensidad desconocida para mi. Duró poquísimo, no más de dos días. Luego se secó su unión con la rama, y como un avión de papel, voló hasta la mesa.

Aquella gran flor tenía el tamaño de medio cactus. Y era el resultado de un trabajo intenso y decidido por florecer.

¿Por qué tanto esfuerzo?, ¿para qué centrar todas sus energías en un pequeño ovillo que de pronto se desplegó y mostró su belleza durante solo unas horas?

Ahora recuerdo como Lobo Antunes habla de que solo comienza a escribir bien cuando está agotado, cuando el cansancio vence las resistencias y una parte subconsciente comienza a dictar. Son las voces, la línea ondulante de saberse rendido.

Y entregado. También en ese estado suena diferente el Andante D929 de Shubert. Y por supuesto el final de Un Viaje de Invierno. Gracias a esa música, hay días en que por fin el cuerpo puede comenzar a encontrar su noche.

Y descansar sobre la voz de la rendición, de la entrega. La misma que abre compartimentos secretos (desconocidos hasta para los niños).

5 de febrero de 2012

Un gato en un piso vacío

Morir -eso, a un gato, no se le hace.
Porque, ¿qué puede hacer un gato

en un piso vacío?
Subirse por las paredes.
Restregarse contra los muebles.
Nada aquí ha cambiado,
pero nada es como antes.
Nada ha cambiado de sitio,
pero nada está en su sitio.
Y la luz sigue apagada al anochecer.

Se oyen pasos en la escalera,
pero no son los esperados.
Una mano deja pescado en el plato
y no es, tampoco, la de antes.

Algo no empieza 
a la hora de siempre.
Algo no sucede
según lo establecido.
Alguien estaba aquí, estaba siempre,
y de repente desapareció
y se empeña en no estar.

Se ha buscado ya en los armarios,
se han recorrido los estantes.
Se ha comprobado bajo la alfombra.
Incluso se ha roto la veda
de esparcir papeles.
¿Qué más se puede hacer?
Dormir y esperar.

¡Ay, cuando él regrese,
ay, cuando aparezca!
Se enterará de que ésas no son maneras
de tratar a un gato.
Como quien no quiere la cosa,
habrá que acercársele,
despacito,
sobre unas patitas muy muy ofendidas.
Y, de entrada, nada de brincos ni maullidos.

Wislawa Szymborska escribió este poema en 1993 para su libro Fin y principio. Szymborska murió este miércoles 1 de febrero. Tenía 88 años. Supe de su poesía cuando el periódico dijo en 1996 que el nobel de literatura era para una poeta polaca de la que nada sabía. Pero en el mismo periódico había unos versos inclasificables y llenos de intensidad. A los pocos meses, en marzo de 1997, leí en todas las direcciones posibles su antología Paisaje con un grano de arena. Su poesía me curó. Desde entonces, los tres libros que tengo de ella están en primera fila de la mejor estanteria, de la más luminosa.

Da igual por donde se empiece a leerla, siempre hay una conexión con lo más valioso hecha desde la cotidianeidad, el desamparo y también el humor y la ironía. Por ejemplo, la página que está al lado del poema que he copiado empieza así:

No guardo rencor a la primavera
por haber vuelto.
(...)

Comprendo que mi tristeza
no detendrá su verdor.
Si la hierba vacila
se debe sólo al viento.