28 de junio de 2012

Lavanda

Tuve que ir a pie por un lugar donde casi a diario paso en coche.
Y fue la única manera de saber que allí crecía lavanda en grandes matas. Al principio noté su olor. Las busqué y allí estaban, algo sucias porque el borde de una carretera transitada lo ensucia todo. Pero seguían creciendo y habían florecido.

Horas después, enciendo la radio del coche para un pequeño viaje de vuelta a casa, y escucho:

Quise contar una historia y la historia me contó a mi.

Hace mucho que anoté una frase de Víctor Erice: Ver es dejarse ver.

Pocas cosas hay que evidencien tanto nuestra fragilidad y dependencia.
Todos los que somos habitan en nuestra mirada: mestiza, siempre sucia por ser el borde de una carretera. Y en medio de la mirada, olor a lavanda limpísima (tal vez porque nos hemos dejado ver)

27 de junio de 2012

Carta

Aquí, en un día de muchísimo calor, en este año

Quería escribirte sobre algunas cosas que siempre están pendientes:
la cercanía y la distancia, el sonido de lo que se quiere, la memoria, lo que se cuida, lo que permanece, también lo que se va.

Ayer decidí al fin escribir esta carta porque en dos versos de Peter Handke encontré casi todo lo que quería decirte:

Lo que TODAVÍA soy:
Soy todavía uno de los presentes.

Así que aún estoy aquí, aunque no me veas (ni yo a ti).

Hay un tipo de araña que vive bajo el agua, sumergida. De una manera laboriosa, lenta, teje una burbuja de aire que asciende a la superficie: una esfera de aire construida de manera trabajosa. Me gusta pensar que un hilo de seda hace de cordón umbilical y le permite respirar en un medio que no es el suyo.

Escribir cartas no parece muy diferente de eso.

Soy todavía uno de los presentes. Y el árbol que podé en diciembre (días negros y helados) ha dado fruta en Junio. Es un cerezo, luego te envío una foto. Es un árbol alto y esbelto, elegante y da unas cerezas pequeñas con muy buen sabor. El sabor de las cerezas, ¿recuerdas?

Un hombre busca quien le ayude a terminar ya, a irse. En los alrededores polvorientos de una gran ciudad. Hasta que encuentra alguien que le habla del sabor de las cerezas.

Así que subí a una escalera muy ligera y fui arrancando cada pequeño racimo de esa fruta roja. No es fácil coger cerezas sin dañar el árbol. Y donde no llegaba con el brazo me ayudé de una vara larga para inclinar la rama (pola se dice en gallego) y traerla hacia mi.

Me volví a sorprender de lo flexible que es un árbol. Un cerezo es nuestro junco japonés: curvándose sin romperse.

Los mirlos son unos grandes comedores de cerezas, les encantan. Así que muchas veces mis dedos tocaban donde ellos ya habían estado. A veces hasta la fruta mantenía su jugo, acababan de pasar. Pájaros y personas disputándose el fruto.

Hace años mi padre me trajo madera de cerezo: quería que hiciera algo con ella. Y lo hice. Tal vez un día puedas verlo. La madera de cerezo es cálida, anaranjada, buena. Da gusto tocarla.

Una tarde, río arriba, te pasaste varias horas hablándome de como las hormigas corrían por tu mano y por el tronco de los árboles. Les ponías puentes y ellas cruzaban, cargadas, de un lugar a otro. Son trabajadoras, gregarias, diminutas y muy poderosas. Luego dibujaste un hormiguero que aún tengo en mi mesa (imagino que debajo hay infinitas galerías y todo un sistema paralelo al nuestro).

Solo con escuchar, se cuida. Y si se mira a las hormigas uno aprende a perderse. Que es ganarse. Pocas cosas hay más relativas que la cercanía y la distancia, a no ser que uno caiga en burdos engaños kilométricos: una cinta métrica no lo mide todo.

Y el sonido de lo que se quiere es el silencio. Cerca.

Y los olores, el tacto, no son muy diferentes de las vibraciones sonoras.

Y la memoria solo existe cuando viaja hacia delante y hacia atrás con igual velocidad (y necesidad).

Es posible que te gusten esos versos de Handke. Están en un poema que se titula:
Lo que no soy, no tengo, no quiero, no me gustaría. Y lo que me gustaría, lo que tengo y lo que soy.
El subtítulo es biografía de una oración.

Coger cerezas es una oración. Escuchar es una oración. Callar también lo es. Nada que ver con las religiones.

No sé donde estarás, ni si estarás. No sé nada. Por eso existen las oraciones de los no creyentes. Para eso dan fruta por ejemplo los cerezos. Y para eso los mirlos han desarrollado una maestria al comer la fruta. Existen tal vez sin razón ninguna.

Y todavía es emocionante ver que no hay razón ninguna ni posibilidad de entender nada.

Por eso alguien puede decir que soy todavía uno de los presentes.

(no hay despedida, sí una firma)


26 de junio de 2012




25 de junio de 2012

Una nota pegada en la nevera

Había oido la historia, siempre contada de una manera más o menos parecida: algo de la poesía moderna surgió cuando William Carlos Williams consideró como poema una breve nota dejada a su esposa acerca de las ciruelas que se había comido por la mañana. Era una nota de esas que se dejan encima de la cocina, o pegada a la nevera. Esta tarde de pronto lo recordé.

Y fuí a ver mi nevera. Pegada en su puerta una nota manuscrita: y mis besos. Más una inicial (ningún nombre completo, solo una letra). Escrito en un gran papel blanco. Y junto a eso una etiqueta de un queso de cabra que quería volver a comprar y una pegatina que dice Nunca Mais.

Si pienso en pequeñas notas sobre ciruelas, besos y nunca máis, siento cerca los poemas de Bernardo Atxaga. Abro al azar Nueva etiopía y encuentro Hi hintzena, Lo que tú eras. Atxaga es el que escribió esa preciosa nota para dejar sobre la mesa de la cocina, sobre la de la cena, sobre la cama, sobre cualquier lugar:

Necesito un largo día finlandés; 
tan largo 
como cuarenta días corrientes. 
Quiero un día finlandés 
para seguir hablando contigo.

Siempre tengo la sensación de que Atxaga sabe de qué van las cosas. Habla de los exploradores y de los viajeros que se adentran en lo desconocido:

Qué otra cosa podría ver un explorador cansado
dentro de los límites de un metro cuadrado de tristeza,
sino Caminos que los limoneros acompañan, sino Colinas
y ondulados Campos donde el vino ya se presiente.

A veces pienso que se está haciendo tarde para salir a caminar. A veces no.

Pero habrá que decidirlo pronto, mientras quede la luz del día, o la de la noche, todavía más luminosa. Y observar con la atención que solo la falta de metáforas permite. Por eso antes de nada estaría bien salir ahí fuera y romper sus vínculos, desajustarlas en lo más íntimo hasta hacerlas inservibles. Y si no hay metáforas solo queda aquello que podemos apreciar, una escucha sin jerarquías. Y entonces lo poético puede que tome otro rumbo, uno más propio en el que no se envían rutas ni trazados hacia otros lugares.

Así que esta noche voy a intentar escuchar con toda la precisión que pueda lo que dicen los tres poemas de la nevera. Lo que dicen y a qué saben.

6 de junio de 2012

Una parte del mundo que es habitable

Tres encuentros.

El primero es una conversación de teléfono. Hablo con un niño de cinco años, nunca nos hemos visto, y de pronto él se para y me pregunta: ¿a qué no sabes cómo es mi cara?

El segundo es con una frase que me vino a la cabeza y la anoté hace días. Desde entonces me observa: Caminar a lomos de una ola inquieta, por momentos violenta.

El tercero es el final de un artículo de Muñoz Molina: palabras que nacen de una soledad y parece que llegan sin mediación a otra.

Y hay una cuarta certeza: por las noches vuelve el invierno (aunque en algunos ríos es posible que, cuando hay luz, ya vuelen las libélulas). Un buen amigo me dijo que todas las noches, como un monje en su códice, dibuja alas de libélulas e intenta que brillen con todo su color. Lo hace como una ofrenda a quien se enfrenta a la muerte. Es duro. Pero si alguien dibuja alas de libélula brillantes para ti, y solo para ti, está dibujando un mapa de la parte del mundo que es habitable.