31 de julio de 2012

Algún día

Abro el libro y leo:

En los mandamientos vedas hay una norma que llama la atención por su rareza, que radica en la imposibilidad de transgedirla: "No matarás a las nubes". Parece que este mandamiento nace de la creencia del profeta Kervac en la evolución de las armas, y en la seguridad de que algún día una ballesta llegaría a alcanzar el cielo. Confirma esta creencia la redacción de la norma 26, que establece: "Las leyes y mandamientos se dictarán previendo el futuro posible".

Abro el paquete y leo su trayectoria:
Un día, una noche, escribí su nombre en una página y le dí al Ok. Quería tener cerca un ejemplar del libro de Rafael Pérez Estrada del que procede este fragmento. A la mañana siguiente ese ejemplar estaba en Milano, en Italia. Y solo unas horas después en Koeln, Alemania (creo que allí durmió). Al día siguiente, mientras desayunaba recordando ese Ok., el ejemplar voló hasta Maia, en Portugal. Y durante ese mismo día viajó hasta esta casa. Una pequeña etiqueta dice: entregado.

Aquí está.
Aquí y en más sitios.

Una vez leí en un libro de Peter Matthiessen que los dos grandes pecados (creo que en algún lugar de Asia) son asustar a los niños y arrancar flores silvestres. No matarás a las nubes podría ser el tercero.

Mientras lo pienso, una pequeña flauta intenta dibujar la música del agua. Supe de ella por las películas de Akira Kurosawa y busqué y anoté quien componía con tanta precisión para un sonido tan aéreo y por momentos imperceptible como un batir de pequeñas alas: era Toru Takemitsu.

No asustar a los niños, no arrancar flores silvestres, no matar a las nubes, no alejarse del agua. Aunque faltan algunos, creo que tiene mucho sentido empezar por estos mandamientos.

El primero: no asustar al niño que cuida de cada uno de nosotros, no asustarlo jamás.

30 de julio de 2012

Material preparatorio

Un hombre graba un despertador detenido en las siete y veintidós. La película dura varios minutos. Caminamos frente a ese reloj, vamos y venimos. Todo parpadea en la pequeña proyección sobre la pared: la estructura de la imagen, las rayaduras del celuloide, la vibración del proyector con una diminuta luz cálida que ilumina miles de fotogramas exactamente iguales.

El hombre precisa un silencio cálido, y se le da un tumulto glacial, escribe Simone Weil.

La película parece un koan: no hay solución racional (aunque existan interpretaciones artísticas más o menos contextualizadas). Son imágenes que hacen explotar en mil pedazos una idea, muchas ideas, tras lo cual dejan el espacio vacío (y limpio) sufiente para que cada uno reconstruya desde su lugar las piezas que sepa identificar.

Un silencio cálido puede ser el tiempo. Otro puede ser la libertad (sin contemplaciones). El tiempo exige de la libertad para existir (y no tiene nada que ver con los relojes).

Frente a una película de James Coleman nunca se pueden cerrar los ojos, porque desaparecemos. Dejamos de existir durante unos segundos y al no percibir la ausencia, la transformación, nos embrutecemos y hasta es posible que algo vil aflore a la superficie más racional. Y porque eso ocurre, existen los koan (o eso me gusta pensar): para romper la escucha de mala calidad o la no escucha. No conozco su ortodoxia pero sí su eficacia.

No, no cierres los ojos nunca parecen decir. Si lo haces todo el material preparatorio, todo lo que has trabajado para llegar aquí se podría perder. Y sería algo grave. No es fácil esto de mantener la mirada sobre un reloj que está detenido mientras toda la imagen avanza, se mueve, gira.

Sí, cierra los ojos y escucha parecen querer decir otras veces: si mantienes y cuidas la atención entonces podrás sentir la incoherencia y la imperfección como algo ajeno al tumulto glacial. Con los ojos cerrados tal vez se pueda sentir la perfección de lo incompleto.

Luego, en otra película, el sonido de la conversación entre dos personas se interrrumpió por un problema técnico. Pese a ello se podía continuar el diálogo.

25 de julio de 2012

No siempre en red

Un tren que atraviesa un bosque con árboles que no conozco, bordea un lago interior que parece un mar.

Fuera debe hacer frío, las ventanillas están sucias, el agua brilla con un gris que a veces es blanco. Los árboles, finos y altos, parecen crecer hacia arriba y hacia las profundidades del agua. De vez en cuando comienza a llover y las gotas, como arañas, suben y bajan por el cristal. La vía casi está pegada a la orilla.

Hay ruidos pero es más fuerte el silencio.

Estoy empezando a conocer a Zygmunt Bauman: La lógica de las categorías no se adecua bien a la diversidad y el desorden de las interacciones humanas.

Ahora, en esta zona del mundo es época de tormentas. Y por momentos el agua cae con furia sobre los restos de nieve. Todo es más gris que en otros veranos y en medio de ese cielo los rayos de la tormenta eléctrica. A una cierta distancia de la vía se intuyen pueblos no muy grandes y una extensa red de caminos de tierra.

Bauman habla en algún momento del cambio que supone entender el mundo como algo que está en red: 
Las redes solo son imaginables si ambas actividades no están habilitadas al mismo tiempo. En una red, conectarse y desconectarse son elecciones igualmente legítimas, gozan del mismo estatus y de igual importancia. ¡No tiene sentido preguntarse cuál de las dos actividades complementarias constituye "la esencia" de una red! "Red" sugiere momentos  de "estar en contacto" intercalados con  períodos de libre merodeo. En una red, las conexiones se establecen a demanda, y pueden cortarse a voluntad.

Para él esto es lo opuesto a modelos anteriores como las "relaciones", el "parentesco" o la "pareja".

En mitad del verano cruzar los restos del invierno. Y ver pasar algún cartel con palabras desconocidas y difíciles de pronunciar. Hace horas que no sé en que punto del paisaje estamos ni cuanto falta para llegar a la siguiente estación ni si aparecerán los límites de este lago. Viajar unido a esta máquina poderosa y sucia me parece más propio de una relación que de estar en red.

Otra vez el agua, ahora a ambos lados de la vía. Viajamos por un canal estrecho con una seguridad asombrosa. La confianza en los pasadizos del viaje.

19 de julio de 2012




Pensé en algo extraño,
sentí que no tenía tiempo de explicarlo.
En algún lugar, una sola vez, como si fuese siempre así

18 de julio de 2012





17 de julio de 2012

La higuera

Lo mejor del día es el olor de la higuera por la noche.

Me gusta su olor, dulce y verdoso. Cuando hoy lo sentí pensé que lo propio de los recuerdos es convivir con el olvido y el cambio. Transformaciones gigantescas sobre la cabeza de un alfiler. Un alfiler transformado en el ojo de un insecto. Un ojo constante que todo lo recuerda mientras nada permanece en su sitio.

El alfiler de la higuera me hizo olvidar durante unos segundos el imán de un pájaro cerca de un árbol desnudo. Los pájaros. Y también el olor del té recién abierto, con la menta comenzando a flotar. El olor del papel escrito, la tinta verde. El color de una caja sobre esta mesa.

Detrás de la higuera está lo que queda de hoy. Un niño que quiere ser Deep Purple mientras sus padres preparan café. Y un mensajero vestido de azul que trae un paquete de color verde. Y una cartera que cubrió ausente y se sorprendió cuando alguien respondió a su llamada (nadie está ausente, eso ya debería saberlo).

Salimos a la noche y entonces viene el olor de las grandes hojas de la higuera. Teníamos una detrás de la casa (siempre hay una detrás de las casas). Y alguna noche miraba sus hojas a través de la ventana iluminada: parecían pequeñas manos que querían alcanzar el cristal.

Algo bueno del día es cuando la higuera va soltando su silencio y muchos otros cambios.

12 de julio de 2012

Un amarillo poco frecuente

Tres escenas de algo que se parece al día de hoy.

La palabra terror.

Alguien dice en público: es necesario cuidar la soledad.

Un cocinero japonés cortando comida con un cuchillo que antes humedecía en un líquido transparente, y todo eso sobre una mesa grande y limpia de un amarillo poco frecuente.

(y la noche)

10 de julio de 2012

Aprender un poema

Durante unos días vivo junto a un edificio que se llama Orinoco.
Y paseando por una ciudad, que solo reconozco a medias, me encontré con un gran cartel: Reforma integral del hogar. Solo quise verlo desde lejos, ni cambié de acera.

Llueve y apenas hay luces en las casas. En algún barco sí. Paseando por esta mezcla de celda y camarote, sin cartas de navegación, recordé las palabras de Gadamer: aprender todos los días un poema.

Y pienso en los días en que no hay poema para aprender. Y en la distorsión que supone pensar que esto pueda ser así.

Sin experiencia nacemos
Sin rutina moriremos

(memorizo estos dos versos de Szymborska)

8 de julio de 2012

En el mundo de nada dos veces

Todo ha cambiado. Solo el ordenador recuerda la red.

Ahí fuera hay un mar con peces viajando en la oscuridad. Y una pequeña lengua de fuego en una chimenea y un puente sobre el agua señalado con pequeñas luces intermitentes (está bien que se apaguen y luego se enciendan). Y barcos.

Alguien ensayó con un violonchelo una pieza que no identifiqué. Y ahora parpadean unas luces verdes sobre el reflejo del agua. Una gran cúpula blanca brilla frente al cielo oscuro.

Ahí fuera está el mundo del Nada dos veces que describe Szymborska:
En esta escuela del mundo
ni siendo malos alumnos
repetiremos un año,
un invierno, un verano.

Leíste un poema, ese o algún otro. Me diste a leer un poema. Después vino la diferencia entre sueños y recuerdos: eso que sueñas por las noches no son sueños, ocurrió de verdad, pero tú has querido olvidarlo, dijiste. Y la memoria, ágil, limpiando las corrientes por donde fluye la corriente eléctrica de lo que está por venir.

Nada se parece a otras veces, ahora también parpadean las luces rojas. No parece haber segundas oportunidades, solo primeras. El mar a cada instante.

7 de julio de 2012







Lo que está y no se deja ver

Esta noche
lo que está alojado en lo que existe

lo que es capaz de desplegarse a partir de casi nada porque estaba contenido en ese espacio mínimo
en el que se mantiene la confianza

aquello que da forma a la noche.
Apreciar la diferencia entre los grandes hechos y cada hora del día, a favor de lo cotidiano

Y esta noche mantener la capacidad de asombro
como la única comprobación de que el pulso late y de que las cosas básicas

están en su sitio: un lugar desconocido
Una voz escribiendo

5 de julio de 2012

Estoy intentando perderme

Quise ver una imagen de Gidon Kremer. Porque hacía días que su música iba entrando en unos y otros espacios. Allí estaba, por ejemplo con una camiseta blanca y ensayando, una boca grande, poco pelo, unas gafas casi invisibles, difícil saber algo de él por esas fotos.

Por debajo de todo, o en la superficie del agua, corre algo semejante a la generosidad (no las entregas a cuenta que produce la pobreza). O no corre.

Y en esos giros del agua, como capas, corrientes más o menos submarinas aunque sea un torrente de montaña. La música de Astor Piazzola interpretada por Gidon Kremer se parece a ese burbujeo de capas vivas.

Hay un sonido de masa intensa, grande, que corre por debajo (casi un bajo continuo, aunque no tenga nada que ver con el clásico) sobre el que se escriben trazos apenas entrevistos. Olfateados tal vez.

Nunca antes me había sentido tan
en minoría
Fuera, frente a la ventana,
todo era superioridad
Primero trinaron un par de pájaros,
(escribe Peter Handke)

En Hommage a Piazzola hay una pieza titulada Celos que encierra esa minoría (tal vez frente a lo hostil, claro, porque ese título tenía que ser un tango). Escucharla se parece a una experiencia que se ralentiza y también se curva bajo el viento. O bajo la corriente de agua.

El cantar tiene sentido, el cantar tiene sentido, entendimiento y razón. Una canción que habla de lirios, de su perfume, del agua que fluye desde las fuentes o del hueco entre piedras donde nacen los ríos, hasta los más caudalosos, los que entran en el mar abriéndose en un gran delta con peces que parecen serpientes y que vienen a morir donde nacieron.

Miro un dibujo de alguien que pasa las horas cerca del agua, de las corrientes de agua. Observo a quien allí está y me sorprendo del tiempo que llevo atento a la escena. El dibujo es imperceptible pero parece moverse: las hojas de los árboles, la tona del agua, las piedras, los mosquitos y la tarde, todo se balancea de manera mínima e intensa, en tensión. Podría parecer también un tango, pero es un río. Al pie de esta escena me dijo: estoy intentando perderme.