Sentado, observando algo que debería haber en el exterior pero que,
conforme lo observas, desaparece. El exterior se diluye y solo parece
quedar algo acuoso y blanquecino como la sustancia blanca que según
parece tenemos en el cerebro. Ningún sonido ahora que te has quedado
solo. Tampoco hace frío. Casi estás tentado de decir que esto,
simplemente, es el terror.
La conversación ha separado
tejido vivo y muy despacio se ha abierto un espacio a través del cual se
puede observar el interior del organismo. Pero cuanto te fijas en eso
también las formas de los líquidos y los tejidos se desenfocan y se
diluyen y el interior también se vuelve opaco y traslúcido (algo
imposible). Simplemente no ves.
La conversación trató,
lo recuerdas bien, de todo lo que nos han enseñado y en realidad no
sirve para nada, es más, produce un daño intenso porque tapona los poros
que mejor respiran. Todo lo que nos dijeron que debía ser, cuando llegó
el momento era pólvora mojada. Lo dijo él, tú lo confirmas: no pudimos
disparar, las fieras nos devoraron. Toneladas de pólvora empapada por el
salitre o por alguna forma de depuradora o simplemente por la lluvia:
inservible.
Así que había que ponerse a diseñar gran
parte del mundo, empezando por el propio cuerpo. Y por lo que queríamos
hablar y escuchar. Mejor dicho, había que diseñar desde el inicio hasta
el final la capacidad de escuchar y de ser conmovido. Y todo eso, a cada
minuto, en cada lugar, todos los días. Algunas jornadas, dijiste, son
agotadoras.
Pero eso no era el terror. Cuando él
describía el ataque de las fieras a ti no te sonaba a terror, solo a
barbarie, el único mundo que algunas fieras conocen: una especie de
avispero en el suelo que parece succionar a su interior todo lo que vive
a su alrededor.
Por eso te preguntó qué era para
ti el verdadero terror. Respondiste con serenidad pero al instante: el
verdadero terror es la indiferencia. Y añadiste que, a veces, viene
teñida de muchas otras posibilidades, por ejemplo la educación y la
corrección.
Por qué tanta radicalidad con la
indiferencia, preguntó. Porque es el único método en el que con suavidad
y hasta ternura aparente el ahogamiento consiste en vaciar la sangre de
venas y arterias hasta que algo que estaba vivo deja de estarlo; pero
cuando ese ser lo percibe ya es demasiado tarde. Y al instante, mientras
hablabas, sentado y observando el exterior, los árboles, las casas, los
coches y hasta pájaros comenzaron a diluirse en esa sustancia blanca:
no se veía nada. Y te costaba escuchar.
Dijiste que todo aquello Amos Oz llevaba una vida investigándolo. Sacaste de la bolsa Conocer a una mujer y leíste un fragmento.
Ivriya
Lublin era su único amor. Incluso cuando, con los años, el amor dejó
paso, uno tras otro o alternativamente, a la compasión mutua, el
compañerismo, el dolor, destellos de florecimiento sensual, amargura,
celos e ira, y de nuevo su particular veranillo resplandeciendo con
chispas de salvaje sexualidad, y de nuevo las venganzas, el odio y la
piedad, una red de sentimientos alternos, cambiantes, contradictorios,
tragados en extrañas combinaciones y mezclas inesperadas, como cócteles
de un barman sonámbulo. Jamás se mezcló en todo eso ni una gota de
indiferencia. Al contrario: según pasaban los años, Ivriya y él
dependían cada vez más el uno del otro. También en las riñas. También en
los días de repulsión mutuas, ofensas e ira.
Después de aquella conversación ¿habría que decir algo sobre la felicidad en el año próximo, pensaste, o solamente crear una bonita oración, un ruego, para eliminar cualquier forma de indiferencia?
30 de diciembre de 2012
29 de diciembre de 2012
Señales de vida
Mientras existía otra poderosa razón para mi viaje, acudía cada poco tiempo a una pequeña tienda de discos cerca del Café Comercial. Un espacio alargado, estrecho pero muy acogedor. Sólo algunas casas de discos, sólo algunos intérpretes (algo que fui averiguando con el tiempo). Pero siempre encontraba algo y luego, uno de los mayores placeres: en el café desenvolvía todo lo que me habían envuelto para mirarlo por dentro y por fuera y para impacientarme hasta llegar a un viaje largo en coche (una de las salas de audición que más disfruto).
En esa tienda conocí muchas grabaciones de Ton Koopman y supe que era uno de los grandes músicos actuales especializados en la música barroca. Pero yo buscaba a Nikolaus Harnoncourt, que no grababa con las casas de discos de la tienda acogedora, así que nunca me decidí a aceptar las versiones de Koopman (hasta que por una u otra razón me las crucé en el camino).
El viernes 22 de diciembre fui al concierto de la Orquesta y coro de la Sinfónica de Galicia dirigidos todos por Ton Koopman. No lo dudé: todo el programa era una música de celebración, sonidos para alabar el nacimiento de algo importante, para acompañar una fiesta que (en principio) surge en lugares internos. (Ojalá fuese creyente, porque entonces todavía se añadiría una dimensión a ese encuentro).
Tocaron y cantaron música de Arcangelo Corelli: el Concerto Grosso núm 8 op.6; de Bah: la Cantata núm 1; y de Mozart: el Ave Verum, K618 y la Misa de la Coronación en Do Mayor, KV 317.
Creo que estaba en la sala casi una hora antes, así que pude repetir el ritual que, en mi caso, acompaña a un concierto en directo: cerrar una a una las ventanas exteriores e ir prendiendo, una a una, las velas internas (pequeñas llamas que si te acercas te queman) para iluminar lo que, por una decisión, se ha quedado sin luz. Eso y liberar el espacio para que algo que va a venir pueda cruzarlo con la menor dificultad posible.
La orquesta y Koopman brillaron. Y en mi caso, hacía tanto tiempo que no estaba en el Auditorio que la impaciencia podía tanto como la música. Es difícil escuchar cuando las expectativas y las ganas pueden llegar a tapar parte de esas propias vías de entrada. En la escucha el vacío siempre es fértil, no hay duda.
Era música elaborada para ensalzar y Koopman me pareció que construía una arquitectura sobria con los sonidos: separó las partes, contuvo las emociones y dejó que de una manera seca y limpia cada apartado fluyera. Por momentos me parecía que intentaba acercar semejante orquesta a un pequeño conjunto de cámara, que intentaba que una sola voz, de una gran pureza, se encargase de conducir toda aquella emoción.
Corelli y Bach. Pero cuando llegó Mozart me pareció que algo cambiaba y todo fluía con mayor intensidad. El Ave Verum fue algo único, poco habitual, una luz intensa que se acercó, contenida, a cada uno de los que estábamos en la sala. Y algo parecido sucedió con la Misa en Do mayor.
Muchas cosas han cambiado, pero ahora tengo ganas de volver a entrar en aquella tienda, saludar a la mujer que conoce bien todo lo que hay en ella y dejar que un imán me acerque hasta Koopman.
Hoy, en el libro que leo un hombre le explica a su hija el momento en que está en la vida:
¿Recuerdas sus palabras? Decía, he venido a buscar señales de vida. Pues yo también he llegado a eso. Es lo que busco ahora. Pero nada apremia.
En esa tienda conocí muchas grabaciones de Ton Koopman y supe que era uno de los grandes músicos actuales especializados en la música barroca. Pero yo buscaba a Nikolaus Harnoncourt, que no grababa con las casas de discos de la tienda acogedora, así que nunca me decidí a aceptar las versiones de Koopman (hasta que por una u otra razón me las crucé en el camino).
El viernes 22 de diciembre fui al concierto de la Orquesta y coro de la Sinfónica de Galicia dirigidos todos por Ton Koopman. No lo dudé: todo el programa era una música de celebración, sonidos para alabar el nacimiento de algo importante, para acompañar una fiesta que (en principio) surge en lugares internos. (Ojalá fuese creyente, porque entonces todavía se añadiría una dimensión a ese encuentro).
Tocaron y cantaron música de Arcangelo Corelli: el Concerto Grosso núm 8 op.6; de Bah: la Cantata núm 1; y de Mozart: el Ave Verum, K618 y la Misa de la Coronación en Do Mayor, KV 317.
Creo que estaba en la sala casi una hora antes, así que pude repetir el ritual que, en mi caso, acompaña a un concierto en directo: cerrar una a una las ventanas exteriores e ir prendiendo, una a una, las velas internas (pequeñas llamas que si te acercas te queman) para iluminar lo que, por una decisión, se ha quedado sin luz. Eso y liberar el espacio para que algo que va a venir pueda cruzarlo con la menor dificultad posible.
La orquesta y Koopman brillaron. Y en mi caso, hacía tanto tiempo que no estaba en el Auditorio que la impaciencia podía tanto como la música. Es difícil escuchar cuando las expectativas y las ganas pueden llegar a tapar parte de esas propias vías de entrada. En la escucha el vacío siempre es fértil, no hay duda.
Era música elaborada para ensalzar y Koopman me pareció que construía una arquitectura sobria con los sonidos: separó las partes, contuvo las emociones y dejó que de una manera seca y limpia cada apartado fluyera. Por momentos me parecía que intentaba acercar semejante orquesta a un pequeño conjunto de cámara, que intentaba que una sola voz, de una gran pureza, se encargase de conducir toda aquella emoción.
Corelli y Bach. Pero cuando llegó Mozart me pareció que algo cambiaba y todo fluía con mayor intensidad. El Ave Verum fue algo único, poco habitual, una luz intensa que se acercó, contenida, a cada uno de los que estábamos en la sala. Y algo parecido sucedió con la Misa en Do mayor.
Muchas cosas han cambiado, pero ahora tengo ganas de volver a entrar en aquella tienda, saludar a la mujer que conoce bien todo lo que hay en ella y dejar que un imán me acerque hasta Koopman.
Hoy, en el libro que leo un hombre le explica a su hija el momento en que está en la vida:
¿Recuerdas sus palabras? Decía, he venido a buscar señales de vida. Pues yo también he llegado a eso. Es lo que busco ahora. Pero nada apremia.
28 de diciembre de 2012
Desde hace tiempo, lo incompleto no tiene final
No habrá más entradas con la etiqueta Acostumbrando la vista.
Desde el final del verano hasta el final del año.
Les estoy agradecido: en su día me ayudaron (mucho) a conocer como funcionaban los polos de una brújula cuando uno se adentra en territorio nuevo, desértico también. Y me ha gustado compartirlas aquí.
Ayer mis manos se fueron hacia un libro de Peter Handke, Vivir sin poesía, y, al abrirlo al azar, apareció la explicación del lugar de donde surgieron esas pequeñas búsquedas:
Gracias a ti
me llevo bien
sin ti,
desde hace tiempo.
Desde el final del verano hasta el final del año.
Les estoy agradecido: en su día me ayudaron (mucho) a conocer como funcionaban los polos de una brújula cuando uno se adentra en territorio nuevo, desértico también. Y me ha gustado compartirlas aquí.
Ayer mis manos se fueron hacia un libro de Peter Handke, Vivir sin poesía, y, al abrirlo al azar, apareció la explicación del lugar de donde surgieron esas pequeñas búsquedas:
Gracias a ti
me llevo bien
sin ti,
desde hace tiempo.
26 de diciembre de 2012
El interior del mar
Durante algún tiempo aún quedará luz en la ventana.
Como si todo fuese mar y una sola luz, que situada en la frontera, tiene la obligación de indicar donde termina el mundo de la noche y empieza otro igual de desconocido.
Miras hacia esa luz y es como mirar hacia el interior del mar mientras es de noche: giros de seres vivos que cruzan los océanos en lo más profundo de las corrientes. Y sientes un movimiento gelatinoso y algo violento que no se sabe si quiere huir o atacar.
Hay luz y también gotas de lluvia sobre el cristal, pegado a él una planta y cerca de ella una respiración y más allá ese mar. Cada una de esas gotas de agua es un proceso terminado e incompleto, una paradoja. Un pequeño microscopio.
La luz y el mar, con sus seres que intentan vivir.
Como si todo fuese mar y una sola luz, que situada en la frontera, tiene la obligación de indicar donde termina el mundo de la noche y empieza otro igual de desconocido.
Miras hacia esa luz y es como mirar hacia el interior del mar mientras es de noche: giros de seres vivos que cruzan los océanos en lo más profundo de las corrientes. Y sientes un movimiento gelatinoso y algo violento que no se sabe si quiere huir o atacar.
Hay luz y también gotas de lluvia sobre el cristal, pegado a él una planta y cerca de ella una respiración y más allá ese mar. Cada una de esas gotas de agua es un proceso terminado e incompleto, una paradoja. Un pequeño microscopio.
La luz y el mar, con sus seres que intentan vivir.
25 de diciembre de 2012
20 de diciembre de 2012
18 de diciembre de 2012
Metamorfosis
Soportar las metamorfosis.
Caminar hacia el bosque que hay al final del pueblo.
(Me casé para poder salir de allí,
le pareció entender a su madre durante la cena)
Caminar hacia el bosque que hay al final del pueblo.
(Me casé para poder salir de allí,
le pareció entender a su madre durante la cena)
14 de diciembre de 2012
Una alternativa
Vivir desde un lugar que no es mejor que otro, que solo es una elección o una alternativa.
Aquel sueño era un recuerdo: cuando había sacado una pequeña planta del tiesto y la tierra estaba envuelta en raices blanquecinas que la rodeaban como las órbitas a un planeta. Aquel color, su tacto, los círculos de luz, la sensación de que allí faltaba algo pero que todo estaba preparado.
Dijo que cuando despertó, aún de noche, quería comprender como aquel sueño le había acercado a ti.
Aquel sueño era un recuerdo: cuando había sacado una pequeña planta del tiesto y la tierra estaba envuelta en raices blanquecinas que la rodeaban como las órbitas a un planeta. Aquel color, su tacto, los círculos de luz, la sensación de que allí faltaba algo pero que todo estaba preparado.
Dijo que cuando despertó, aún de noche, quería comprender como aquel sueño le había acercado a ti.
11 de diciembre de 2012
9 de diciembre de 2012
Un día te vi
Un día te vi.
Había pasado mucho tiempo y en realidad tampoco me encontré contigo cara a cara. Ni siquiera te intuí a lo lejos en algún lugar.
Ocurrió que un día desapareció aquella neblina como lo hacen las nieblas del invierno cuando el sol quiere salir. Una capa, parecida a una finísima cascada de agua, se evaporó. Detrás estabas tú.
Fue justo cuando dejaste de agarrar el dolor como un preciado bien, cuando el dolor que había vivido en ti dejó de ser algo que te definia y marcaba tus límites.
Y era cierto: habías perdido tu forma externa. A cambio eras una persona más luminosa.
El deseo de luz produce luz, escribe Simone Weil.
Por eso me gustó tanto verte.
Había pasado mucho tiempo y en realidad tampoco me encontré contigo cara a cara. Ni siquiera te intuí a lo lejos en algún lugar.
Ocurrió que un día desapareció aquella neblina como lo hacen las nieblas del invierno cuando el sol quiere salir. Una capa, parecida a una finísima cascada de agua, se evaporó. Detrás estabas tú.
Fue justo cuando dejaste de agarrar el dolor como un preciado bien, cuando el dolor que había vivido en ti dejó de ser algo que te definia y marcaba tus límites.
Y era cierto: habías perdido tu forma externa. A cambio eras una persona más luminosa.
El deseo de luz produce luz, escribe Simone Weil.
Por eso me gustó tanto verte.
4 de diciembre de 2012
1 de diciembre de 2012
Todo esto, dijiste
Lo escribes a tientas, aunque no haya razones para hacerlo así.
Pasas el dedo sobre las letras para encontrar los huecos que las definen, que dibujan sus límites, y poder leer ese mapa silencioso: los sonidos de las palabras escritas.
Prestas igual atención a la mirada de las plantas que a los ojos de las personas. Los pájaros, los lugares, las casas.
Lees el relato sobre una planta que al cabo de veinte años floreció. La yema de los dedos sobre el asombro de quien no sabía que esa planta encerraba su propia flor.
A veces solo es un cambio de luz. El cómo dejarlas estar cerca de su brillo es algo misterioso. La luz que percibes en la punta de los dedos mientras recorres la columna vertebral.
Durante el invierno, en este otoño, los cambios de estaciones, la lluvia, la luz, las vértebras son variaciones de la misma música.
La luz en el bosque.
Soñaste con un túnel. Para avanzar solo disponías del tacto y acariciabas las paredes de hojas y ramas para reconocer pequeños puntos brillantes, punzantes.
Piensas en identificar las flores antes de que se abran, conocer el silencio del braille, leer como lo hacen otros seres que no somos nosotros. Un trazo que va y viene.
Seres anónimos existiendo en lugares perdidos, en los bordes, al pie de la carretera.
Viajas y la música ya ha comenzado.
Pasas el dedo sobre las letras para encontrar los huecos que las definen, que dibujan sus límites, y poder leer ese mapa silencioso: los sonidos de las palabras escritas.
Prestas igual atención a la mirada de las plantas que a los ojos de las personas. Los pájaros, los lugares, las casas.
Lees el relato sobre una planta que al cabo de veinte años floreció. La yema de los dedos sobre el asombro de quien no sabía que esa planta encerraba su propia flor.
A veces solo es un cambio de luz. El cómo dejarlas estar cerca de su brillo es algo misterioso. La luz que percibes en la punta de los dedos mientras recorres la columna vertebral.
Durante el invierno, en este otoño, los cambios de estaciones, la lluvia, la luz, las vértebras son variaciones de la misma música.
La luz en el bosque.
Soñaste con un túnel. Para avanzar solo disponías del tacto y acariciabas las paredes de hojas y ramas para reconocer pequeños puntos brillantes, punzantes.
Piensas en identificar las flores antes de que se abran, conocer el silencio del braille, leer como lo hacen otros seres que no somos nosotros. Un trazo que va y viene.
Seres anónimos existiendo en lugares perdidos, en los bordes, al pie de la carretera.
Viajas y la música ya ha comenzado.
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