27 de mayo de 2013

El gamelán de la isla de Java

En un extremo del jardín crece una planta que lanza sus pequeños brotes verdes hacia el vacío. Parecen irradiaciones sin sentido y luchan durante días, milímetro a milímetro por alcanzar algo que siempre está lejos, al tiempo que su propio peso las inclina y aleja de algún lugar firme. Siguen en el vacío.

Pero hoy, una de ellas alcanzó la pared y rápidamente comenzó a disponer sus filamentos sobre el cemento. Parecía entregada a descansar y luego a ascender hasta el final del muro, tras el que vuelve a haber más vacío.

Los filamentos de los seres vivos.

Puse en práctica una costumbre que aprendí en la Trapa: cavar en una esquina del jardín la fosa en que me habría gustado ser enterrado si es que moría en aquel lugar. Acto seguido la bendije con un sencillo ceremonial. Hice esto mismo en todos los puntos del Sahara donde viví. Ver mi propia tumba y pensar en mi muerte me ha ayudado siempre a vivir mejor: más intensa y conscientemente,
escribe Pablo d'Ors en El olvido de sí.

Es difícil ver los filamentos a plena luz del día. Por la noche se aprecian mejor. Tal vez porque es el momento del día en que ya nada cabe esperar, todo está terminado o nada más puede hacerse. Unos instantes que no son de descanso sino de entrega, apenas iluminados, igual que la llama de todo lo que es frágil, tan decidida a cruzar el vacío.

A veces, por azar casi, en un bar de alguna ciudad, por ejemplo hace unos días.

Entras a comer algo, lo que quede. Y, de pronto, aquel ambiente de ruidos hostiles se transforma en algo cálido, simplemente porque ese es el único lugar. Además los camareros son amables y además hay comida. Así que no hay prisa y puedes sentarte en una mesa, casi a la medianoche, a leer el periódico del día, ya casi pasado. Es cierto que las hojas están sucias, pero la concentración permite que aún huelan a tinta y que parezca una mañana radiante.

Georges Moustaki ha muerto hace un día, lees. Apenas lo has escuchado pero sientes una cercanía cálida hacia él: da gusto verlo sobre esa motocicleta, en la fotografía. No sabes por qué pero Moustaki te recuerda a José Agustín Goytisolo y a Palabras para Julia, aunque en tu cabeza la imagen que tienes es la de Agustín García Calvo. Ya no sabes quién es quién.

Los bares nocturnos, solo aquellos que no tienen más pretensión que ser un bar perdido, son grandes lugares de paz, tal vez porque representan todo lo pasajero de ese tiempo compartido entre trabajadores cansados y gente que, por alguna razón, no está al calor de ninguna casa. En esos instantes todo está perdido y, sin hacer nada, obra el milagro: todo está ganado. No hay nada que ganar. Y ese umbral es algo cálido.

Después, al subir en el coche y adentrarte en la oscuridad, comenzó a sonar en la radio una preciosa música de la isla de Java.

13 de mayo de 2013

Vámonos a casa

Dijo:
vámonos a casa.
Y sonó con tal decisión, con tal sentido de normalidad, que durante un momento sentiste que había una casa a la que volver.

De un golpe seco la herramienta se hundió.
Pero con la tierra removida vino un ser hinchado y somnoliento, enroscado sobre si mismo, que aguardaba en la profundidad una señal sobre su nacimiento. Ciego.

Hay silencio. En la calle, en la carretera. No hay líneas en el cielo. Pero pronto habitaremos otros planetas y viajaremos hasta ellos en un disco de oro puro que girando sobre si mismo, y a altísimas velocidades, nos protegerá del riesgo de arder cada vez que salgamos de nuestra atmósfera.

Escuchas el último cuarteto de Shostakovich, el No. 15, Op. 14. ¿Cómo se llega donde está esta música?, ¿cómo sobrevivir cuando no hay nada más ya? Los seis movimientos están recorridos por la vibración del final, también por el instante previo al nacimiento. Cada sonido es una onda más profunda.

Después, querías decir algo pero no había nada en tu voz. Tampoco personas. Pero sí grandes troncos de árboles y también recuerdos, ganas de viajar contigo en un disco de oro, una rara nave espacial capaz de mecernos mientras atravesamos dentelladas de fuego.

Vámonos a casa

en voz baja sin prisa con urgencia salgamos de aquí desaparezcamos hundámonos junto a los seres que aguardan su nacimiento o desistamos para poder viajar lejos muy cerca.

Terminó la música.
Con esos seis Adagios del descenso regresó tu voz.

Y en la caída aún pudimos vibrar como los insectos nocturnos del calor.
Seguramente fue el rozamiento con el aire, o con la tierra negra.

Olores que tienen la precisión de un mapa.

1 de mayo de 2013

Una carpeta y una colmena

Tenía los dedos gruesos y amarillentos. Pero los movía con una elegancia y una precisión que no parecían de aquellas manos.

La punta de todos los dedos estaba manchada de un polvillo verdoso, casi amarillento, finísimo, que todo lo recubría. Lo podías ver porque estabas muy cerca, a su lado en la mesa. Era casi imposible saber si te había visto, concentrado en aquel ir y venir laborioso que lo asemejaba más a un insecto bondadoso que a alguien que había luchado en una guerra y que había matado con aquellas mismas manos.

En la sala no habría más de ocho o diez personas, o pacientes, o enfermos, o gente olvidada. En uno de los laterales una mujer alta y huesuda parecía buscar una música que había olvidado entre las teclas de un piano de pared, un instrumento viejo y bastante desafinado que también ella recorría con el orden de los insectos. Tocaba unos acordes y luego se detenía, bajaba la cabeza, cerraba los ojos y pronto volvía a abrirlos, iniciaba la nueva secuencia de movimientos como si aquella vez fuese la definitiva. Pero a los segundos la música se volvía a interrumpir y a nadie parecía extrañarle.

Pensaste que todas aquellas personas aceptaban lo que ocurría día tras día en aquella sala. Y que lo mejor que podías hacer, ya que nadie te pedía nada era observar y, aunque no pudiese apreciarlo, dedicar tu atención a quien habías venido a ver.

La mesa sobre la que apoyabas los codos tenía algo de parecido al estudio de un pintor. Había un bote de metal con una cola blanca que parecía la de un carpintero y había dos o tres pinceles y una botella de plástico, cortada por la mitad, con agua. El trabajo consistía en separar minuciosamente los pétalos de todas las flores que había en un plato de aluminio y luego pegarlos en una gran hoja blanca con aquella cola casi transparente. Así, una flor tras otra, en un movimiento que por sistemático y calmado llegaba a ser hipnótico.

Una de las cuidadoras, una mujer mayor con la que te conseguiste entender, te había explicado que esa era su tarea desde hacía varios meses: recogía del suelo las flores que las plantas habían dejado caer, las guardaba y clasificaba según un orden indescifrable y luego, de alguna manera, buscaba reconstruirlas sobre un papel, aunque con otra forma y otros colores, porque las entremezclaba.

Sabías que las tareas repetitivas siempre habían sido promovidas en los psiquiátricos, en los manicomios que recogían a los deshauciados de la pobre salud mental de casi cualquier país. Habías visto como los cuidadores les encargaban trocear minuciosamente periódicos hasta reducirlos a pequeños cuadraditos de no más de un centímetro de lado. Y también habías visto como, con esa actividad, la calma parecía ir llegando a los cuerpos angustiados y sin orientación. Pero nunca habías conocido a alguien que reconstruyese flores sobre una hoja en blanco como si estuviese tejiendo una planta.

Te pareció sentir también en ti la paz que produce la repetición. Todo lo que ocurría allí recordaba algo cíclico y básico. Durante una tarde, alguien buscaba algo en el piano mientras otro alguien construía una planta. La colmena trabajaba con precisión y constancia para elaborar la mejor miel: buscar las mejores flores, libar, ir y venir y esperar, sin saberlo, que alguien recojiese el fruto de todo ese viaje aéreo. Pero aquella miel no sería recogida. Las hojas blancas ya cubiertas se acumulaban en una estantería.

Pensaste en que solo quedabas tú con interés por seguir viaje junto a aquella carpeta. Y cuando volviste a mirar sus dedos te diste cuenta que aquel polvillo verdoso que los cubría no era otra cosa que el polen de todas aquellas flores, semillas que la cola blanca había unido a la piel.