11 de febrero de 2009

Buenos días, noche

En mitad de algunas películas hay músicas que construyen fragmentos con vida propia, destinados a acompañar al espectador en el viaje de las emociones. No pienso en las bandas sonoras (muchas podrían desaparecer y ser sustituidas por el silencio o por el sonido ambiente de las escenas). Me refiero a momentos muy concretos en los que las imágenes tratan de lo que las personas hacen a partir una determinada música.
La canción, Para conquistar la roja primavera, que un hombre canta en italiano, de pie, junto a la mesa del banquete familiar en el campo, en la película Buenos días, noche. O el baile de los viejos hacia el final de Innisfree. Y desde luego el baile de padre e hija, tras el banquete de la primera comunión de la niña, en El sur.
Recuerdo haber leído que cantar o bailar una misma música es una de las formas de unión más primitivas y poderosas entre un grupo de gente. Un lazo atávico, para el que uno nace preparado y que incluso el cuerpo parece exigir en determinados momentos. Por eso admiro tanto cuando un director de cine le da a esos instantes el espacio que necesitan para mostrarse. Al ver una película e identificarlos, me gusta esperar al final para volverlos a poner, una y otra vez, en el aparato de DVD. Y por unos segundos tengo la sensación de pertenecer también a ese grupo.