2 de febrero de 2009












 


 Viajes en un tren de sombras

Hacía mucho tiempo que quería ver la película Tren de sombras de José Luis Guerin. Supe de ella al poco tiempo de hacerse (y es del año 1996 !), pero parecía que siempre me esquivaba con habilidad. Llegué a estar cerca de una cinta VHS con una grabación que tenía una amiga en Coruña, pero cuando pensé que llegaría a la copia, voló hacia un destino muy lejos de donde yo estaba entonces. Y ya no tuve más oportunidades, nadie la tenía y no estaba a la venta (al menos que yo supiese), hasta hace muy poco tiempo.
El sábado pasado la compré y hoy, por fin, pude verla. Al anochecer, eché la tranca en la casa, como dice Castilla del Pino que le gusta hacer cuando se acaba el día, y me preparé. Y ahora me parece entender por qué me había sido huidiza durante tanto tiempo. Es posible que hasta ahora mismo no tuviese yo mucha capacidad para enfrentarme a esas imágenes y a lo que se cuenta allí, casi sin historia, sólo con la vida que le es propia a las imágenes.
Conocí a Guerin en Coruña, en un bar, al terminar un curso que él impartía. Era un tipo afable y campechano que llevaba una gorra de cuero preciosa. Es una escena que hoy recordé.

El jueves pasado volví al concierto. No conocía ninguna de las músicas que se iban a interpretar: Oscar Colomina, Henri Vieuxtemps y la sinfonía número 1 de Mendelssohn. Pero para la segunda pieza, el concierto para violín número 4, op. 31 (1850) de Vieuxtemps, estaba invitada como solista la violinista Viviane Hagner, a quien tampoco conocía, (pero a quien no olvido). Fue una interpretación llena de precisión, con dulzura y fuerza por igual, e impulsada por una decisión que no parecía venir de ningún lugar consciente. Viviane Hagner es una mujer de una belleza extraordinaria. Tocaba con un Stradivarius Sasserno, préstamo de la Nippon Music Foundation (me gustan hasta todos esos nombres). Aquel sonido estaba más lleno de algo parecido a una profundidad abierta, procedía más de la tierra, que el habitual en un violín moderno. Llevaba un vestido color oro, larguísimo, y el pelo apenas recogido con una gran pinza. Ofreció un bis e interpretó a Bach. No se podía pedir más.

En algún momento de esa parte del concierto recordé la concentración con la que los gitanos escuchan el flamenco en el Festival del Cante de las Minas, en La Unión, al que he ido en dos ocasiones. Una de las veces ví como un hombre de cierta edad que estaba delante, con los brazos cruzados sobre el pecho y zapatillas de andar por casa, tuvo un temblor (ligero pero muy intenso) cuando el cantaor remató la minera. Sería mejor decir que fue invadido por una sacudida que lo atravesó, sin él haberla buscado, y que lo situó al mismo tiempo dentro y fuera de aquella sala, antiguo mercado, forrada de negro para que sólo destaque la música.

Ser sacudido por un temblor desconocido e involuntario. Tal vez sea lo mejor que uno puede esperar de un espacio invisible, también forrado de negro, en el que uno entra cuando tiene de verdad ganas de escuchar.