23 de noviembre de 2011

Un olor a ciprés y a café

Empezar por el final.

Cualquier final, porque en realidad es posible que no exista tal cosa.
Hacer ese recorrido para escribir un Elogio de los combates ordinarios (anoté este título pero no recuerdo donde lo encontré). O para comprobar lo que el poeta Joan Margarit escribió: No estaba lejos, no era difícil.

Pero a veces es imposible.

Uno de los finales es Antón Chéjov.
El que describe un aroma como un olor a ciprés y a café.
Leo por fin a Chéjov. Casi todo lo que llevo leyendo estos últimos años llevaba hacia él: Amos Oz, Raymond Carver, Haruki Murakami, incluso Peter Handke. Para todos ellos Chéjov es el maestro.

Comienzo una selección de sus cuentos. Se inicia un mundo de atmósferas y detalles, también de modernidad, que irradia un poder oscuro, secreto. Una descripción minuciosa y precisa de los alrededores de la manzana para hacernos sentir como es el invisible gusano que la corroe.

Empezar por el final.
Me está ocurriendo en varias cosas que inicio, también en varios viajes, pequeños y grandes. Sin habérmelo propuesto remonto el río desde el mar hasta las piedras donde surge un hilo de agua. Es la ilusión de los orígenes, del manantial. Una ilusión más de la imaginación que de la fantasía (por eso me gusta). Tal vez en algún lugar de esa ruta exista la posibilidad de identificar un aroma a ciprés y a café. Identicarlo y detenerse, para saber de donde viene.

Chéjov tiene que ver con la observación atenta. Y la observación, aunque signifique fijar la vista sobre realidades problemáticas, cura. La observación permite salir de uno y descansar. Y desde ahí regresar y revisitarse, recorrer a otro ritmo las arterias y los finales. Chéjov pone en movimiento un gran nivel de concentración, no vale la distración. Tener esa capacidad para construir una observación desde la ruina, desde lo fragmentario e incompleto, desde el desengaño y la pérdida. Y desde ahí desear llegar a casa para beber, escribe, aguardiente de serbal.

Tras leer varios de sus cuentos entiendo algo mejor los escritos de Amos Oz, en particular su Caja negra. Y la actitud de Lobo Antunes frente a la memoria. Y por que no consigo soltar de la mano algunos libros de Murakami, (mientras se deshace como la mantequilla al fuego el feísmo del llamado pensamiento positivo). Chéjov tiene la belleza de la dureza, de lo que no tiene vuelta atrás, aunque empecemos por el final. Nada es gratuito, todo es imprescindible, incluida la soledad, la incomprensión y la pérdida.

Pero Chéjov es el maestro, entre otras cosas, porque lucha (como Carver en toda su vida) por aprender a no deshauciarse nunca a uno mismo. Y eso siento que es algo más sutil de lo que pueda parecer a primera vista.