31 de julio de 2013

La crueldad

Miras el tranvía desde el interior de una luz que parece opaca. Lo escuchas más que lo ves. Hay humo en el cielo, poca gente en las aceras, es casi verano. No se ve el sol.

Eres dueño de una pequeña nota manuscrita que coserias al interior de tu ropa como si fuese un salvoconducto: hay una mujer que compartió con él unos pocos años, parece que felices, en un  lugar que ni encuentras en el mapa. Vive en otra ciudad, aún está viva.

Quieres desaparecer de ese restaurante, abrir no se sabe que ventana, que habitación, que casa, entrar en otro lugar. Piensas en lo que has leído por la mañana: personas con paciencia, inseguridades y compasión.

Al fin das con la estación de tren para viajar a Tomsk, muy lejos de donde ahora estás. Duermes en un asiento incómodo pero puedes encender una lamparita cálida con la imaginación, incluso cenar con un amigo en un vagón que no existe. Compruebas a cada rato que la inscripción cosida en tu ropa permanece en su sitio, un nombre y una dirección son un mapa completo del mundo.

V. es una mujer alta y con unos ojos azules pequeños, con el pelo muy corto y un vestido de flores violáceas que le llega casi hasta los pies. Es muy mayor y camina con cierta dificultad, también con mucha elegancia. Es una mujer hermosa y te gustaría decírselo pero no te atreves. Habla un poco tu idioma, lo aprendió mientras vivieron aislados cerca de un lago interior, lejos de todo, asegura.

He hecho cosas a medias, pero al menos las he hecho, te dice. No sé que siento ahora que se aproxima el final, todo es una mezcla y nada permanece mucho tiempo, salvo la ternura y la dedicación que nos dimos en esos pocos años. Por la mañana, en mitad de un frío polar, dormíamos hasta muy tarde. La casa estaba fría y no había nada que hacer, solo permanecer juntos y observar las dos estaciones (nunca hubo cuatro) que se alternaban en aquel lugar. Pero a la noche, luego de horas con el fuego encendido y la casa caliente, no encontrábamos el momento de irnos a domir. Hablábamos tanto como callábamos.

Un día salimos a caminar y nos perdimos en el bosque. Buscábamos el lago, una orilla, y solo había árboles sin hoja. Tardamos en encontrar la salida. A veces cocinábamos durante todo el día y lo que no éramos capaces de comer lo sacábamos a un pequeño cobertizo para que el frío lo congelase rápido. Muchas veces, sin rozarnos la piel, nos besábamos.

Los dos teníamos un largo pasado, familias extraviadas en algún lugar. No éramos jóvenes. Pero también nos gustaba pensar que todo acababa de comenzar y que cuando desapareciese la nieve y se abriese el camino nos iríamos de allí aunque sin saber adónde. Yo tenía una foto de la Piazza San Marco de Venecia y le pedí ir juntos. Me dijo que sí.

La casa en que vivía era un pequeño piso de alquiler. Estaba en Tomsk porque allí vivía una de sus hijas, parte de aquella familia extraviada de la que me hablaba. Apenas se veían.

V. movía las manos en el aire y todo su cuerpo se desplazaba años atrás. A veces se levantaba para explicarte algo y entonces las flores de su vestido se agitaban como si hubiese entrado el viento. La casa olía muy bien, olía a madera. Y de pronto, sus ojos muy firmes en ti. Unos segundos después dijo que quería pedirte algo: había una música que ellos habían disfrutado juntos muchas veces: le gustaría escucharla ahora contigo.

Cuando la aguja bajó al disco, y mientras parecía observar los primeros sonidos, acercó su silla y te cogió la mano con mucha firmeza. Tu mano era el hilo del tiempo, aquella habitación luminosa una tela de araña laboriosa y también cruel.

No sabes cuanto duró la pieza, tal vez seis o siete minutos, puede que una hora. Era una música preciosa, una especie de lamento con aires de danza ceremoniosa, lenta. Pensaste en una imagen que habías visto hace años en otro país: la luz de un láser escribía un nombre sobre una plancha de acero.

La abrazaste en silencio, luego dijiste gracias. Aquello era mucho más que la información que venías buscando. Sentiste que podrías quedarte a cuidarla, incluso llevarla a la Piazza San Marco. Cuando se levantó y salió de la habitación copiaste en tu libreta el título de la música: la Sonata Seconda de Johann Heinrich Schemelzer, un músico del que nada sabías y una pieza que no has querido buscar, solo recordar.

Imposible comprender cómo pudiste abandonar aquella casa sabiendo que tú eras la única persona capaz de eliminar la crueldad de aquella tela de araña, que escuchaba cada día a Johann Heinrich Schemelzer como si el camino se acabase de abrir.