12 de octubre de 2009

Zoltán

Al fin regresó la música en directo. El jueves pasado volví a elaborar el ritual del viaje que acaba en un concierto a las 9 de la noche en Santiago. Lo eché de menos con mucha frecuencia estos últimos meses. Me senté en esas butacas estrechas y rojas de hace veinte años, a esperar la salida de los músicos. Y aunque todos son desconocidos para mí, tuve la sensación de regresar junto a viejos amigos. Reconozco algunas caras, sobre todo las de quienes tocan en las primeras filas pero, de alguna manera, a todos ellos les estoy agradecido. Allí volvíamos a estar. Y eso ya era un triunfo.

La música que sonó no me emocionó especialmente. La primera parte me pareció fría y deslabazada y hasta me pareció sentir que faltaba concentración o algo así. No sé. En la segunda parte disfruté más la pieza de Xavier de Paz, y pensé que hace falta escuchar mucha más música contemporánea. Es bien curioso todo el público que hay para la pintura moderna y el poco que está dispuesto a escuchar la música que se correspondería con esos cuadros, (Muñoz Molina dice esto en uno de sus últimos artículos sobre música).

Pero lo mejor del concierto para mí fue la última pieza, las Danzas de Galatea de Zoltán Kodály. Aunque no la conocía, la sentí como una música que me era familiar. Sonidos con muchas capas, desde la música más popular hasta otra más elaborada. Música mestiza que corre por todo el cuerpo, desde los sonidos de la infancia, hasta la alegría de la luz. La lentitud, la calma y lo impetuoso, pero no desde el lado romántico. Con unos lugares maravillosos para el clarinete. Ser recolector de sonidos perdidos y ser autor de sonidos nuevos, Kodály y Bela Bartók.

Después conduje en silencio, no quería interrumpir la continuación de esa parte final.