La noche del jueves sucedió algo en la orquesta.
Algo que tuvo que ver con un sonido hecho de silencios y encajado en una estructura de enorme precisión (al tiempo que se respiraba un aire de felicidad y satisfacción en los propios músicos). O al menos eso me pareció.
Todo el programa estaba dedicado a Robert Schumann. El Carnaval Op. 9 (orquestado por M. Ravel) se terminó y el público no aplaudía (algo bien raro, pero que se agradece durante esos segundos que siguen a los últimos sonidos). Fue una pieza corta, rara, llena de vida.
Tras ella el Concierto para piano en la menor Op. 54 con el pianista Iván Martín. El piano y la orquesta sonaron llenos de integración y comenzó a escucharse en la sala ese algo que se identifica como excepcional aunque no se pueda demostrar. Daba gusto seguir unos sonidos que, organizados en capas muy finas, recubrian la melancolía y la lentitud de algo que palpitaba en la música. Como luego sucedió en la Sinfonía nº3 en Mi bemol mayor, op. 97, "Renana".
No cabía otra cosa que ir tras aquella ruta que parecía adentrarse por momentos en la taiga rusa, en la nieve y el invierno, en los bosques de abedules de Dersu Uzala. El Maestoso de esa sinfonía fue el avance hacia una tensión irresoluble, hacia un diálogo sordo, a media voz, entre las pulsiones propias del invierno y el ansia de que llegue alguna primavera.
Para mí ha sido uno de los mejores conciertos de la temporada. Hice los cien kilómetros de regreso a casa en silencio.
Dos días después, encontré por casualidad esta frase de E. M. Cioran en un blog de internet y la anoté:
Yo sé que todo es irreal, pero no sé como demostrarlo.