20 de marzo de 2010

Una nana de tres palabras: Tirineni, Ngong, Amati

La belleza de los bocetos, la de los ensayos, también la de las piezas interpretadas fuera de programa.

El jueves pasado escuché al violinista Gidon Kremer con la OSG. Primero, el Concierto para violín y orquesta en Re mayor, op. 35 de Chaikovski con un sonido de violín que para mí era nuevo: mucho más denso y también variable que el habitual. Lleno de ecos y resonancias, de dulzura y profundidad.

Tras eso, interpretó él solo una pieza fuera de programa. Fue un encuentro con la polifonía de un violín de 1641 (un Nicola Amati según el programa de mano). Escuchando con atención era difícil entender que esa música estuviese hecha por un solo instrumento y por un solo músico. Era una polifonía con formas orientales, un diálogo entre la mano derecha y la izquierda, que también pulsaba las cuerdas. Una música misteriosa y con una intensidad llena de silencios. Al terminar, mientras el público se iba al descanso, varios intérpretes de la OSG se acercaron a su partitura para saber que era lo que había sonado.

Pero la solución no estaba en conocer los datos de la partitura. Llevo pensando desde entonces en lo que allí escuchamos.

Aquella música tenía que ver con un cruce de voces, en voz baja, a veces sin hablar; mejor dicho, con un recuerdo de voces. Había alguna relación entre aquel colorido y la densidad de la memoria, entre la desigualdad de los datos y la certeza de lo que inventamos o necesitamos recordar.

Aquellos sonidos se parecían a otros que había escuchado en los últimos días. Primero la pieza Kala!, del guitarrista Ali Farka Touré y el instrumentista de kora Toumani Diabate (In the heart of the moon, 2005). Sonidos que vienen de la luz, del placer de mirar el desierto, de imaginarlo. Un avanzar y un retroceder constante, una especie de baile sensual y ágil, melancólico, para no olvidar un cuerpo o un desierto.

Pero el Nicola Amati, pequeñito y de un amarillo intenso, también estaba muy cerca de Tirineni Tsitsiki, interpretada por Lila Downs (Una sangre, 2004). Y otra vez la luz intensa, cegadora pero no violenta, una contradición, que te pone frente a otra percepción del tiempo. Un diálogo hipnótico al que se responde en silencio, como a una nana.

En silencio exactamente no. Son músicas que activan ciertas zonas restringidas, que a veces uno identifica conforme las va dibujando en la memoria. Son sonidos para arrancar luz a la memoria, para hacerla salir a campo abierto, para iluminarla y saber qué sí y qué no. No lo que ocurrió, sino lo que va a ocurrir a partir de ahora.

Es la luz que hace que los ojos por momentos sepan a sal: Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. Siempre hubo una granja en África cuando uno cambió de continente. Mirando, imaginando, las grandes extensiones de terreno, las hogueras, los animales salvajes, las rutas a través de lo desconocido, las fiestas con un farol encendido, el sonido de esa luz amarilla y circular, un pequeño instrumento tiene la capacidad de convertirse en brújula también. Sin saberlo.