23 de marzo de 2011

Racalmuto

Recorrió la isla en tren. Había llegado a Sicilia en barco. Se quedó un tiempo en Palermo. Me lo contó con detalle: como iba por las mañanas al mercado que quedaba cerca de las ruinas de los bombardeos de la gran guerra, el asombro frente a los cristales antibala del palacio de justicia, acristalado, un bunker traslúcido (opaco en muchos lados), para intentar juzgar a los mafiosos; Racalmuto, a donde fue y volvió en homenaje a su admirado Leonardo Sciascia, la habitación en un hotel de una calle principal, con una mesa pintada de verde y un balcón desde el que podría haber fotografiado Cartier-Bresson. Debajo, la calle. Y al cabo de un tiempo, se compró una chaqueta negra, una especie de americana, como la mayoría de los hombres de la isla. No salía a caminar sin ella.

No se por qué, mientras cenábamos me lo fue contando. Mejor dicho, sí me lo dijo: fue porque en aquel restaurante, de pronto, sonó una música que le recordó a Sicilia (tan cerca de Libia). Le miré fijamente, con toda mi concentración, porque me gustaba como me lo contaba. Vivió allí una buena temporada. Y unos acordes en un restaurante fueron suficiente para regresar.

Cuando volví a casa, escuché por casualidad en la televisión una música preciosa, una banda sonora de Gustavo Santaolalla. De él también era la pieza que había sonado durante la cena.