19 de marzo de 2011

36 opciones

Anoto una frase de Wordsworth: El niño es el padre del hombre. Lleva conmigo varias semanas.

Hace un tiempo me regalaron una botella de vino de Emilio Rojo. Es una pequeña (o gran) joya que guardé con esmero, con mucho cuidado. Así me lo habían pedido y así lo hice. Ocupaba un lugar tan importante que nunca era el momento de beber ese vino, tenía que venir algo todavía más especial. Cuando al final llegó el día, con una buena comida acabada de preparar, al abrir la botella comprobé que el vino se había estropeado. Había pasado su tiempo.

Hace días que me acuerdo de esto. Porque también hace semanas que guardo con todo cuidado el recuerdo de dos de los mejores conciertos que escuché este año. Y porque me parecía tan difícil decir algo sobre ellos que nunca fue, tal vez hasta ahora, el momento.Y así me fuí quedando en silencio sin en realidad pretenderlo.

El 24 de febrero escuché a la RFG, dirigida por Helmuth Rilling, interpretar un concierto completo dedicado a Bach: la Suite núm. 2, la cantata núm. 202, el concierto para tres violines BWV 1064 y la cantata núm. 51. En mitad de días muy difíciles, recuerdo ese concierto como un momento en el que recuperé por unos instantes el control de la respiración. Y aquellos sonidos me acompañaron, a ellos les estoy agradecido como lo estaría con una persona a la que le debo mucho.

La música no debería ser meramente cómoda, nunca fosilizada, nunca calmante. Debería sorprender a la gente y llegarles muy dentro, obligándolos a reflexionar, dice Helmuth Rilling, uno de los grandes estudiosos de Bach.

Días más tarde, el 27 de febrero, con ese recuerdo en la piel, acudí a la Iglesia de Santa Eufemia a Real do Centro a escuchar a un violonchelista que no conocía, Pieter Wispelwey, interpretar dos de las seis suites para chelo de Bach, la núm. 1 y la 2, y otras dos suites para chelo que dialogaban con estas: la Suite n1 º op. 72 de Benjamin Britten y la Suite núm. 1 de Joseph Maximilian Reger. Y fue un encuentro inolvidable. Llegué con tiempo, pude sentarme en uno de los primeros bancos de la iglesia y disfrutar de una sonoridad semejante a la mejor sala de conciertos.

Es imposible agotar la escucha de las suites para chelo de Bach. Y es una experiencia que no se olvida escucharlas interpretar en directo. Pieter Wispelwey aportó vibración, colorido y también una ligereza llena de precisión en los seis movimientos de cada suite: desde la fantasía que parece dominar el Preludio hasta la organización rigurosa de la Allemande, la alegria de la Courante y la serenidad y madurez que hay en la Sarabande (así se titula la última película de Bergman, siempre me acuerdo de ella en ese movimiento), justo antes de las danzas casi de corte que parecen los dos Menuet y el lazo final, más suelto, de la Gigue. Y todo con esa especie de polifonía que en unos momentos parece venir de varios instrumentos y en otros se asemeja a un diálogo de varias voces. Seis suites con seis movimientos cada una: 36 combinaciones a las que volver una y otra vez.

En esos días, mientras intentaba averiguar por donde seguia la senda, me llegó un precioso correo que hablaba de algunos viajes interiores parecidos a un gran elefante que nos lleva. Y de saber balancearse sobre él, con la confianza que da abrazarlo más que agarrarlo.

Ahora releo una frase de Rilke que cita Comte-Sponville: Debemos mantenernos en lo difícil. Todo lo que vive se mantiene ahí... Es bueno estar solo porque la soledad es difícil. También es bueno amar, pues el amor es difícil.

Leo sin parar, sin tregua, 1Q84 de Haruki Murakami. Escrito con la misma estructura que El clave bien temperado de Bach. A veces, algunas tardes, alterno una pieza de esa música con un capítulo del libro, como un homenaje a no se sabe bien qué, a algo invisible que simplemente le gusta estar cerca de nosotros, sin esperar nada.