21 de octubre de 2011

Dos homenajes y un sueño

Vidago está a ciento siete kilómetros de donde partí. Exactos. Poco más de una hora viajando despacio. ¿Por qué no vine antes?

Observando el sol de la tarde a través de los cristales del coche, en silencio. Hasta la frontera y luego evitando la autoestrada para poder viajar por la pequeña nacional que llega hasta Vila Real. Al fin. 

Nunca nada debe considerarse concluido, escribe Carlos Castilla del Pino en el libro que leo.

Fue un viaje con dos homenajes, que para mi es cuando quieres con el pensamiento. Me cuesta diferenciarlo de la admiración, me gusta que se confundan. Es algo parecido a inclinar la cabeza en una pequeña ceremonia solo para dos personas. (El interior del mundo debería ser para dos personas).

Vidago fue un sueño. También fue en una época la principal villa termal y de vacaciones de Portugal. Ahora es un pueblo pequeño, en mitad de una carretera que lo atraviesa, que mantiene su esplendor a través del Palace Hotel, algo más que un hotel de lujo. Quería llegar a él caminado, tal y como hizo Llamazares en su viaje de Trás-os-Montes, el primer homenaje. Así que aparqué el coche en cuanto pude y lo busqué acercándome a la zona baja del pueblo, cerca de las grandes avenidas de árboles, cruzando el río.

Allí estaba. Entré, caminé durante horas en todas direcciones. Luego me tomé un café y un vaso de agua en la terraza. No había nadie más. De vez en cuando un empleado del hotel hablaba por el móvil sobre un negocio con millonarios rusos (eso decía).

Después salí a buscar. Encontré en el camino las ruinas del viejo Hotel Avenida y las de la estación de tren con los railes cegados. Y busqué hasta dar con el Gran Hotel de Vidago, también cerrado y en estado ruinoso. Un hombre me dijo que los propietarios lo habían vendido a un hombre cualquiera, es decir, a un rico cualquiera, nadie cercano a la melancolía y el calor de las aguas que manan de esas fuentes. (Llamazares tomó en él el primer café al llegar al pueblo en el año 1998).

Pero el viaje también fue una inclinación frente a Miguel Torga y su Trás-os-Montes. Un tipo admirable que escribió lo siguiente acerca de una chicharra en su libro Bichos:

Es difícil. Esto de empezar en un estercolero cualquiera y no parar hasta llegar a la copa de un castaño, tiene su misterio. Hay que recorrer un largo camino. Embrión, larva, crisálida... Todas las estaciones del escarpado calvario de la organización de la vida.

Después subí a lo alto del pueblo, a una gran roca que lo domina todo y en la que han hecho una especie de santuario. Me quedé mirando como anochecía sobre Vidago, el valle que ocupa y también el sueño en el que aquel y otro Vidago seguían palpitando. Bajé despacio, contento. Y regresé hacia la frontera.

En Chaves, muy cerca de la raia, inmensas bandadas de pájaros, seguramente estorninos, giraban y giraban en el cielo alrededor de un viejo edificio del centro. No parecía haber razón para ello pero con cada nueva vuelta la forma de aquel laberinto de alas cambiaba su forma y su composición. Casi era de noche. Me senté en una escalinata a verlos pasar. Y a escucharlos. Una y otra vez.