12 de enero de 2013

A medio hacer

Por fin tengo sobre la mesa un libro de poesía de Tomas Tranströmer.
Hacia tiempo que lo buscaba pero tampoco hacía esfuerzos inmediatos porque llegase. Lo esperaba, sin más. Llevaba tiempo esperándolo.

Sentía cercanas sus palabras cuando aquí o allá me las cruzaba. Y me detenía a escucharlas. Entre otras cosas porque no se entretiene en querer escribir bien, sino en intentar comunicar algo desde la oscuridad y el frío.

Comunicar poco tiene que ver con impresionar, con la estrategia del espectáculo y la de la seducción: creo que tiene que ver con las ganas y la necesidad de decir algo en voz muy baja, a veces balbuceando casi, sobre lo que uno ha encontrado o lleva noches investigando.

Comunicar tiene que ver con disolverse lentamente en esa misma comunicación.

Tocar con la punta de los dedos. Oler sin rozar la piel. Escuchar los gestos que el propio cuerpo lucha por encontrar.

Este cambio entre lo decrépito y trivial hacia lo sublime y delicado, me enseñó muchas cosas. Eran las reglas de la poesía. A través de la forma (¡la Forma!) algo podía ser elevado. Las ruedas de oruga habían desaparecido, las alas se abrieron. ¡No había que perder la esperanza!, escribe Tranströmer en El cielo a medio hacer.