5 de febrero de 2013

Cuando cierras los ojos

Enfrente de un sol tan intenso que obliga a cerrar los ojos.
Su calor fluye hasta casi quemar la cara, la piel fina que cubre los párpados.

Hace años que escuchas las seis Suite para Violonchelo de Bach, primero en la interpretación de Yo Yo Ma, ahora en la de Pierre Fournier. Con frecuencia paralizado, detenido por la fuerza que ellas irradian no desde los altavoces sino desde las base de todas las cosas.

Pero hace unos días experimentaste algo diferente cuando decidiste escuchar con atención la sexta suite. Y hoy ha pasado algo parecido cuando pusiste la quinta. Algo semejante a una claridad sobre por qué tanta cercanía con esas piezas.

La música se unió al libro que lees: El amor La soledad de André Comte-Sponville.

Con los ojos cerrados muchas veces se aprecia mejor el color y hasta la piel de las cosas. El mundo no nos necesita y si cerramos los ojos, ávidos casi siempre, entonces ese mundo se deja apreciar porque pasa a nuestro lado como un inmenso barco en alta mar. Una imagen que apenas dura unos segundos, fragmentos de una totalidad que siempre será invisible. Pero que puede percibirse.

Las suite para chelo de Bach son los sonidos de El amor La soledad. Un instrumento solo, tal vez el más parecido en sonoridad a la voz humana, hablando, buscando, acercándose durante seis movimientos de otras tantas suites, sin narración, a la soledad. A la soledad de la que habla Comte-Sponville, esa que tanto admiras.

Acercándose a una voz sola, no aislada.
Una voz que ha decidido sonar en soledad porque necesita esa concentración para existir.
Solo ese instrumento, con esa afinación, en ese instante, puede sonar así. Esa es la existencia de las treinta y seis rutas de exploración de Bach. Y esa es la soledad.

¿Cómo podría alguien descargarnos del peso de ser nosotros mismos?, escribe Comte-Sponville.
  
La soledad es la regla. Nadie puede vivir por nosotros, ni morir por nosotros, ni sufrir o amar por nosotros. Eso es lo que llamo la soledad: no es más que un nombre distinto para el esfuerzo de existir.

Frente al sol sientes que la voz del violonchelo no cuenta ninguna historia y lo agradeces. Solo pone un ejemplo de cómo se puede existir, algo siempre emocionante, y de cómo alejarse de cualquier aislamiento para poder acercarse a las uniones invisibles de quienes conviven con su voz (no piensas en una voz artística).

La palabra no me interesa más que cuando es lo contrario de una protección: un riesgo, una apertura, una confesión, una confidencia... Me gusta que alguien hable lo mismo que se desnuda, no para que le vean, como creen los exhibicionistas, sino para dejar de esconderse...
(continúa Comte-Sponville).

Algo de lo que experimentaste con Bach y Pierre Fournier tiene que ver con la soledad y también con el amor.

La soledad no es el rechazo del otro, por el contrario, aceptar al otro es aceptarlo como otro (¡y no como un apéndice, un instrumento o un objeto de sí mismo!), y en este sentido el amor, en su esencia, es soledad. (...) El amor es soledad, siempre, y no porque toda soledad sea amorosa, faltaría más, sino porque todo amor es solitario. Nadie puede amar en nuestro lugar, ni en nosotros, ni como si fuera nosotros. Ese desierto, en torno de sí mismo o del objeto amado, es el amor mismo.

Y eso establece conexiones inmediatas con el presente, con algo que tiene que ver con aceptar la dificultad, también el cansancio de existir, el placer grande que supone disponer la atención en un fragmento de tiempo que parece no tener pasado ni futuro (y como nada de eso tiene que ver con la tristeza te molesta cuando se utiliza esa música para un duelo o para activar una nostalgia fácil).

¿Y si una plenitud posible procediese de experimentar en toda su profundidad la soledad?

En realidad más que plenitud tal y como suele entenderse, te gusta pensar que desde esa perspectiva desaparece el conflicto, la dificultad, el enfrentamiento, también el extrañamiento. Todo tiene el sentido de aquello que amamos: nada tiene valor si no es por el amor que en ello se deposita o que allí se puede hallar.

Lo más oportuno es gozar de una dicha modesta y de una desdicha serena: ninguna de las dos son merecidas, dice Comte-Sponville.

En algún momento mientras escuchabas la sexta y la quinta suite, dos días seguidos, perdiste el pie que se apoyaba en la arena y te adentraste en un mar calmo o enbravecido, dependiendo del momento. Pero, a pesar del invierno y de casi no saber nadar, no ocurrió nada dramático sino un momento de intenso placer.

Dejaste de existir durante un brevísimo instante y otra voz, la del violonchelo, comenzó a atravesar limpiamente todas las fronteras, empezando por las de tu cuerpo. Y tuviste la sensación de poder observarlo. Y aún sigues teniendo cerca ese calor cuando cierras los ojos.