25 de febrero de 2013

Los músicos, viejos soldados

Una tarde de la semana, durante el ensayo de la agrupación musical más importante de Lesosibirsk, probablemente la única que existía.

Un local que por momentos se parecía a un taller de antiguas máquinas y acto seguido a un hospital abandonado. Una sala demasiado grande a las afueras del único barrio que parecía tal cosa.

Una orquesta de antiguos marinos interpretaba música de ese norte, arreglos que un director local había hecho a partir de piezas de la música popular.

Era una tarde bonita, más luminosa de lo habitual. La primavera estaba cerca, tú viajabas hacia el sur, en realidad ibas a Emisejsk, pero de camino algo te retuvo varias horas en aquel lugar. No hacía demasiado frío. Algunos árboles parecían querer emerger de entre la nieve.

Los músicos eran viejos soldados. Sus mujeres, amables y envejecidas, estaban sentadas alrededor de una gigantesca e improvisada mesa. Apoyaban sus codos sobre la madera, custodiaban unos platos tapados con paños blancos, la comida que cerraba cada ensayo. Ellas la habían cocinado y ahora aguardaban mientras jugaban con los pies con dulzura de vieja bailarina.

Casi con seguridad, no había en la sala ninguno de sus hijos. Es posible que ni en el pueblo. Allí no había trabajo (poca veces hay trabajo a lo largo de una carretera secundaria).

Dirigía la banda un hombre mayor y en su chaqueta lucía una estrella de cinco puntas con un fulgor de oro antiguo en el centro. Todos los músicos eran hombres. Y había dos acordeonistas.

Era un ensayo pero en realidad parecía un concierto, las piezas sonaban una tras otra. Nunca se volvía atrás, nadie paraba para analizar mejor un pasaje, todo fluía de manera lenta y parecía que imparable. Aquella música no dejaba de ser un milagro en aquel lugar, aunque a veces una misma pieza pareciese una canción de cuna y algo después una vibrante adaptación de Sostakovich.

De pronto, aunque con una gran suavidad, casi con cansancio, una mujer se levantó y se acercó a uno de los acordeonistas: sin decir nada comenzó a cantar con una voz de bajo muy profunda. Los músicos la aceptaron con tal naturalidad que parecía que la estaban esperando. No entendías lo que decía la letra, pero parecía la historia de un regreso, una marcha lenta. Las otras mujeres callaban. También se escuchaba el fluir del agua caliente a través de las gruesas tuberias. Los cristales de la sala hacía mucho tiempo que no se limpiaban.

Tal vez aquella canción era la señal que indicaría el final del ensayo, pensaste. Es posible que tras ella todos se acercasen a la mesa para abrir los platos de la cena. Comerían en silencio, guardarían los instrumentos y se marcharían a casa. Después, el frío se internaría en la nave y todo habría terminado por aquella vez, también la música.

Pero, por el momento, solo eran imaginaciones porque la canción seguía.