24 de mayo de 2008

Oboe

Cuando hay concierto en Santiago, lo que más me gusta es llegar con tiempo, casi una hora antes. Voy a la cafetería de la Universidad, pido un café y leo un rato. Para mí es una especie de concentración en lo que va venir, al tiempo que una desconexión con el mundo que ruge. Ayer la orquesta tocó una sinfonía de Mozart y la Sinfonietta en Re Mayor (1925) de Ernesto Halffter. Me gusta entrar en el auditorio y sentarme cuando los primeros músicos comienzan a salir al escenario para afinar. Los veinte minutos previos al concierto son especiales, llenos de sonidos únicos. La sala está casi vacía, los músicos van saliendo despacio, afinan, tocan unas frases y muchos desaparecen. Otros permanecen sentados, charlan, miran al público, disponen las partituras, esperan y se concentran. Y luego, la música.
La solista que ayer tocaba el oboe estaba embarazada. La miraba moverse, agitada, la cara roja en los pasajes de Mozart que exigían más entrega, en el borde de la silla, con la barriga ya grande. Pensaba en como influiría esa música en su hijo.
Después de la música y la cena, el viaje de vuelta, más de cien kilómetros a la una de la madrugada. Pero entonces, en la radio del coche está el filósofo Angel Gabilondo. Y esa es otra historia. La última vez que lo escuché dijo que la vejez aparece cuando perdemos alguna de estas tres cosas: curiosidad (entendida como la posibilidad de ser de otra manera), buen humor o salud.