9 de enero de 2010

Amaicha

Cuando estaba en el instituto leí un libro titulado La importancia de vivir, de Lin Yutang. En uno de sus capítulos describía con todo detalle diez momentos plenos de felicidad. Eran cosas como un paseo por el monte, una tormenta repentina que empapa al paseante y su llegada a la casa caliente donde se pone ropa seca. Acontecimientos así de pequeños, así de grandes. Desde entonces, en las conversaciones con algunos amigos compartimos la clave, en un instante dado, de estar en un momento Lin Yutang.

Hace días que una y otra vez experimento un momento Lin Yutang. Desde que descubrí el programa de radio clásica Juego de Espejos, de Luis Suñén, intento escucharlo todos los domingos a la noche. Pero a veces no es un buen momento. Así que investigué y encontré en la web de R2 los archivos digitales de cada programa emitido, al menos de los últimos. Los descargué y decidí grabar un programa en cada cedé. Así que tengo sesenta minutos por programa en el que un invitado pone la música que le gusta, la que lo acompaña a lo largo de los años, la que admira (nadie es músico profesional), la que le permite reconstruirse a cada paso.

Comencé a escucharlos en casa, pero enseguida sentí que el mejor lugar para esa audición era un viaje en coche, a lo largo de una carretera. Y ese es el momento Lin Yutang: salir a carretera abierta y encender el aparato de música. Hace pocos días de esto pero cada cedé se ha convertido ya en la medida de tiempo más precisa que tengo para mis viajes. Un programa permite llegar, yendo despacio, a Portugal (por ejemplo). Y un programa y un pequeño silencio de reposo es suficiente para llegar a las montañas de Sanabria, yendo algo más rápido. Con las dos o tres primeras músicas de cada invitado (muchas veces asociadas a la infancia) llego muchos días a una pequeña salida de trabajo. Y también con un programa entero estoy en el centro de Santiago, o de Vigo. Aún no he probado esta medida en viajes largos, aunque ya puedo calcular las distancias. Pero los cedés se agotan más rápido de lo que esperaba. Cuento los que me quedan por oir igual que recelo pasar las páginas de un libro maravilloso, no quiero que se terminen. Es la otra cara.

Son programas sugerentes y abiertos. No solo hay música clásica, a veces hay algo de flamenco o de jazz, más raramente algo de pop. Hay invitados con los que me identifico mucho, con otros que traen todo ópera, apenas. Pero se saborean todos los colores. Porque en todos existe un material emocional que liga la música, la memoria y el día a día. Es un programa para gente que no vive de la música pero vive con la música, le gusta decir a Luis Suñén.

Hace meses leí un libro titulado Piano. La historia de un Steinway de gran cola, de James Barron. La historia que se cuenta es la de la construcción paso a paso de uno de estos instrumentos, 4.752 piezas mecánicas que hay que ajustar hasta que el instrumento deja de parecer mecánico. Y en medio de esas fases, alguien fabrica cuñas de madera de 0,33 milímetros. Y ese es el dato relevante, el que no se olvida: una cuña imperceptible que hace inclinarse la balanza del sonido hacia uno u otro lado. Así me parece la memoria, llena de cuñas invisibles que reordenan los pesos y los espacios, los sonidos, y permiten llegar a sesenta minutos de música. ¿Cuáles son los sesenta minutos de cada uno?

Antes de escribir esta entrada puse una canción de Ataulpa Yupanqui que conocí también en la radio. Me costó encontrar la grabación pero al final dí con ella: Danza de la paloma enamorada. Y como otras veces, tras la canción no pude dejar de escuchar las siguientes tres o cuatro, o más. Hasta que la voz poderosa y seductora de Ataulpa cuenta la historia de su Baguala de Amaicha. En ella, Ataulpa se encuentra con un campesino que tararea una música, los dos a caballo, camino de Amaicha, en las montañas cerca de Tucumán, Argentina. Y cuando Ataulpa elogia su cantar, el campesino enmudece y le dice que él ya sabe que canta "fiero", que canta "feo", pero que lo hermoso de ese cante lo pone la montaña, lo pone el cerro: si a usted le gusta es porque el cerro pone lindo las cosas que yo canto. Y Ataulpa Yupanqui se pregunta qué será de nosotros si no tenemos una montaña que nos haga lindo el canto, si no hay un paisaje que ampare y custodie la canción.

A nosotros tal vez el único paisaje que nos puede hacer lindo el canto es la memoria. Por eso se disfruta tanto caminando por las montañas de lo que no queremos olvidar. Construyendo y reconstruyendo a cada paso, unas veces a caballo, otras a pie, hacia Amaicha, siempre hacia otros lugares.