5 de enero de 2010

"Truenos mórbidos y un rayo que me partió"

Leo Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz como si fuese Rayuela. De aquí para allá, empezando por los últimos capítulos, iniciando una historia por el final, a saltos, con varios marcadores que son entradas viejas a los conciertos. Comencé a leerlo como si fuese un libro normal pero me aburría. No llegaba al río que intuía corría por debajo de las frases, entre las páginas. Oía parte de su discurrir sin lograr acceder a él. Así que probé con el método de Cortázar y las piezas del puzle comenzaron a encajar, en realidad, comencé a avanzar por túneles subterráneos que, como madrigueras, se conectan entre sí y aseguran una tupida red de caminos en los que sobrevivir y también esconderse.

Entonces comenzaron a alternarse los capítulos más dramáticos, el que parece que fue el suicidio de su madre, con otros festivos como el conocimiento de Nilli, la que sería su mujer. O la mejor descripción que recuerdo de una historia de amor y erotismo, la que mantiene con la maestra Orna (sentí en lo más profundo del cuerpo como truenos mórbidos e inmediatamente después un rayo que me partió).

Muchas veces me pregunto desde dónde escribe Amos Oz, o cómo se puede tener semejante conocimiento, qué ha vivido, que mundo habita para poder recorrer esos mundos importantes cuya existencia es invisible. Pues aquí me parece que hay algunas respuestas.

Y mientras tanto escucho las Sonatas para piano de Mozart, ahora mismo el cedé con la 4, 2, 12 y 15. No es el músico que ansío escuchar continuamente, pero esta temporada, ya larga, me acompaña una y otra vez. El correr de esa música, sea lenta o más rápida, parece estar dirigido por la misma sabiduría que a Amos Oz le permite describir la muerte de su madre diciendo que no se despertó por la mañana, tampoco cuando clareó el día y entre las ramas del ficus del jardín del hospital el pájaro Elisa la llamó sorprendido y la llamó de nuevo y la llamó en vano y pese a todo lo intentó una y otra vez y aún sigue intentándolo a veces.

Mozart trata con actitud parecida los caminos subterraneos del dolor y las superficies brillantes del placer y la alegría máximos. Y la interpretación de Christian Zacharias deja que eso se vea. Es un conocimiento sobre la frontera tan fina que separa la tristeza y el placer o sobre la fibra con la que están hechas esas emociones: la misma. Una vez, en mitad del invierno y en un campo nevado, al pie de una roca, descubrimos la despensa de algún animalillo para lo que quedaba aún de frío: bayas rojas. Los sonidos de piano de Mozart, en estos días de temporal sin fin, son como las bayas rojas. Permanecen a cubierto, agrupados como los huevos en un nido, cuidados, preciosos. Emocionantes.