15 de enero de 2010

Una medida del tiempo: cada día a las ocho

Cada día a las ocho de la tarde los vecinos bañan a su hijo pequeño. Me contó que todos los días de este invierno, desde que nació, se escucha a través de la pared el borboteo del agua, las voces, las risas y un tono de voz que no se olvida aunque no se identiquen las palabras. Sentados frente a un café también me dijo que cuando estaba en casa y lo escuchaba, sentía que era una señal de que todo iba bien, de que todo estaba en orden, que el día había merecido la pena, mejor dicho, que ese día tampoco sería el final. El baño de aquel niño era una medida del tiempo.

Ayer hubo concierto. Fue un concierto maravilloso, una tarde extraordinaria. Nos citamos en la cafetería de un hotel en la circunvalación de la ciudad, de esos que a los dos nos gusta reservar por internet a la mitad de precio, y en los que apreciamos una habitación silenciosa.

La RFG conducida por Manuel Hernández Silva, un director venezolano que no conocía. La primera pieza fue la Serenata para cuerdas en Do Mayor, op. 48 de Chaikovsky. Yo nunca había escuchado una interpretación así de viva y cuidada de ese tipo de música. A cada paso, más y más espacios abiertos en ese tiempo romántico. La sonatina, un vals, una elegía y un final que parecía cruzar, vagar, por la Rusia de Dr. Zhivago. El paisaje, los caminos a través de la estepa, el drama y la emoción palpitante, el romanticismo ruso. Rusia. Todo aquello con una precisión, una amplitud y una pasión enorme.

En el descanso miré el programa de mano. Aquel director dialogaba de otra manera con la música, para empezar sonreía, y trataba los sonidos con una intensidad lejana a la relación burocrática. Venezolano. Recordé la orquesta y el proyecto musical Simón Bolivar, la película de Simon Rattle sobre la educación musical, las ganas que tengo de escuchar una interpretación de Gustavo Dudamel.

Como llegué con más de media hora de antelación a la sala, primero hice tiempo en la cafetería y luego ya sentado en la butaca. En todo ese rato ví gente que no es la habitual en los conciertos. Personas mayores, pero también muchos niños, incluso algunos adolescentes. Con la segunda pieza del programa llegó la explicación: los vecinos de Guláns, una parroquia de Ponteareas, habían llenado un autobús para acompañar al compositor gallego Rogelio Groba a celebrar su ochenta cumpleaños en el auditorio. La segunda pieza, Concerto no lameiro, de Groba, fue el homenaje de la ciudad y de la orquesta.

No es lo habitual, gente de un pueblo pequeño (con excelentes bandas populares) que acompañan a un músico que tiene su mismo físico, viste un traje gris y se mueve como si tuviese veinte años menos. Antes de la pieza subió al escenario a decir unas palabras de agradecimiento. Cada frase era aplaudida por todos, muy especialmente por sus vecinos. Los niños estaban eufóricos en el auditorio, conocían al homenajeado y él los miraba sonriente. No se podía pedir más. Primero habían dirigido con sus manos y desde sus asientos la pieza de Chaikovsky y ahora aplaudían con ganas.

Al final, una Sinfonía núm. 36 de Mozart que parecía obedecer a abruptos contrastes de un romanticismo oscuro: por momentos todo parecía terminar para luego volver a existir. Para mí sonaba a otros autores, no me concentré. Pero no importaba, tal vez era el cansancio de las once de la noche tras una jornada intensa, o la larga temporada escuchando sus conciertos de piano.

Ahora sigo pensando en las medidas individuales del tiempo. Y en el misterio que las hace tan fiables. Por ejemplo la hora en la que en una casa hay que bañar a los niños. O la música inesperada de Chaikovsky al final del día. O las conversaciones que están fuera de lo que podríamos esperar y que permiten encajar las suficientes piezas del puzle para que identifiquemos otras caras de lo que ocurrió.