12 de octubre de 2012

Barbaria también es un lugar

Imposible olvidar al ruido de fondo. Se mueve en nuestra dirección, viene con nosotros, forma parte de lo que nunca nos abandona. Los sonidos de fondo, aquellos que nadie parece construir, que existen de manera azarosa, que quitan limpieza a un sonido principal, y que pese a todo (o precisamente por eso), uno decide escuchar con atención.

Barbaria. El país de las manivelas del músico Germán Díaz.

Antes de iniciarse el concierto alguien de la organización propone un pequeño juego a la audiencia: hacer una grabación con los mismos medios técnicos que había en los primeros discos. Así que quienes quisieran participar debían levantarse, caminar hasta el micrófono (que en la reproducción era altavoz) del gramófono y decir en voz alta y clara su nombre y apellidos. Firmar con la voz. Y luego volver a su asiento para escuchar lo que una pequeña aguja habría tallado en un delicado cilindro de cera.

Y lo mejor fue la reproducción de los resultados. Porque el límite a aquellas voces, que parecían venir de un país muy lejano e irreal, era el ruido de fondo, el giro rítmico sobre la cera que luego se transformaba en un pequeño aleteo de insectos o en las huellas diminutas de un ser vivo sobre una circunferencia. Lo mejor era ese círculo que se dejaba atravesar de pronto por un nombre y un apellido que apenas se identificaba. Es posible que ese hilo no fuese muy diferente de los dos únicos sonidos de fondo que según John Cage son inevitables: el funcionamiento del sistema nervioso (un sonido alto) y la circulación de la sangre (un sonido bajo).

El fondo, lo que no está en primer término, lo que no es protagonista indiscutible, pero que ampara y señala los límites a todo lo demás. Pienso en el fondo como en el suelo húmedo y fértil de un bosque. También silencioso.

Barbaria es una palabra preciosa, seguro que también es un lugar y que existe en algún mapa. Germán Díaz toca un órgano de Barbaria, también cajitas de música, pero sobre todo toca una zanfoña. Recuerdo haber aprendido Romances de ciegos tocados y cantados por el zanfoñista Faustino Santalices. Pero nunca había oído a una zanfoña adentrarse en sonidos que no parecían los suyos: unos sonidos inciertos y renqueantes, difíciles a veces, probablemente en el límite de la barbaridad técnica para los ortodoxos. Pero intensos y eficaces en las emociones y en la búsqueda.

Puede que el mundo emocional, cualquier mundo poderoso, esté más cómodo rodeado de los círculos concéntricos del ruido de fondo. Hasta los neurólogos han descubierto que lo que hace unos años desechaban en sus investigaciones, el ruido de fondo cerebral, ahora se revela como uno de los grandes ingredientes de la vida mental.

Me pareció que el concierto de Germán Díaz en el ciclo Espazos Sonoros consistía en escuchar y dirigir muchísimos sonidos de fondo. También en dedicarles toda nuestra atención.

Pero la comprobación sobre aquella música que no conocía vino luego, al seguirla escuchando en situaciones muy diferentes y día tras día (un buen amigo me consiguió alguno de sus cedés, por ejemplo Música para manivelas, el subtítulo de uno de ellos).

Y entonces, en horas y momentos muy distintos, me encontré buscando las piezas que más se parecen a esas ragas indias: una improvisación que avanza como un paseo mientras escribe sobre una base compositiva en la que todo parece cíclico. Tal vez como dibujar letras sobre papel usado.

Letras, sonidos, sobre superficies que ya tienen memoria.

(No sé la razón, pero una y otra me viene a la cabeza el título de Cesare Pavese: El oficio de vivir, el oficio de poeta).