26 de octubre de 2012

Una voz como un espacio en blanco

Letras que bajo las gotas se deshacen
hacia los bordes 
y parecen no decir nada porque en unos segundos son solo tinta.
Cuanto más se expanden
antes desaparecen.

Unos pequeños buhos repiten su voz en cuanto anochece.

No muy lejos las voces del Ensemble Organum cantan el Kyrie Eleïson del Manuscrito del Santo Sepulcro de Jerusalén. Los sonidos más básicos, con el poder de la respiración, iluminan partes que a duras penas han conseguido antes ver un poco de luz.

Los judios jasidin solían decir que en el texto sagrado revelado por Dios a Moisés en su visita al monte Sinaí no sólo importaban las palabras y las letras, sino también los espacios en blanco que las separaban. Esos espacios eran símbolos de la enseñanza divina, aunque no fuéramos capaces de leer en ellos. En tiempos venideros, afirmaban, Dios revelará lo que la blancura de la Torá oculta. Toda vida debe tener momentos semejantes a tales espacios, que son la parte aún no dicha de sí misma. Se vive, en definitiva, con la esperanza de llegar a deletrear las palabras escritas en esa página en blanco.

Jerusalén, tal vez esa sea esa la razón por la que ese Kyrie me llevó hasta el texto de Gustavo Martín Garzo. Una ciudad con una luz cálida y terrosa no muy diferente de un lugar difícil de olvidar: Tsitsiki. Las voces tras la cortina blanca, una habitación en una ciudad con varias ciudades en su interior. Un lugar entre el desierto y el mar, tardes enteras intentando identificar olores. Y cuando hasta la ventana llegaba el atardecer cálido, y la luz era menos intensa, era el momento de fijar la atención en los espacios en blanco.

Aunque me di cuenta mucho más tarde de que todo eso estaba ocurriendo.