15 de octubre de 2012

This is the end, la letra de una canción

Por un camino imprevisible y largo vuelve una canción de The Doors que desde que la conocí en el cine siempre me ha conmovido, me ha dejado con silencio. Pocas veces una música de este estilo (que apenas conozco) vibra de una manera tan seca y cortante en el espacio de la memoria. Porque al final, un toro, un gran buey subido al altar del sacrificio cae en silencio mientras algo que lo atraviesa le arranca todo lo que era suyo. Todo. The end es de 1967.

Y mientras la escucho una y otra vez, los ojos oscurecidos, recuerdo una carta de estos últimos días. La escribió un buen amigo. Me gustaría copiar la parte central aquí. Sacaré los nombres.

En los últimos días se mostraba alegre. Era una alegría infantil y también profunda. Su voz se había aclarado algo, era una persona con veinte años menos, sabía a lo que se enfrentaba y hablaba de cómo los recuerdos conforman la vida y también de la soledad que lleva consigo la memoria.
Se sentaba al sol que ya calentaba menos y miraba para que los ojos se cegaran un poco. Entrecerraba, entreabría los párpados, fruncía toda la cara. Después sonreía.
Nunca hasta ahora se lo había dicho, pero me pasaba horas mirando esa especie de concentración solar, a solas los dos pero sin saber que lo observaba.
Al final, siempre sonreía.
En los últimos días, sin ninguna razón para ello, decía (me insistía): tienes que estar alegre, eso sobre todo.

Sobre todas las cosas. En lo alto de la montaña como en lo alto de una mirada. Arrodillarse, dejar caer el cuerpo hasta la tierra como el del gran buey, abatido, justo antes de que la sangre luche por salir. Y hacer una especie de oración: en lo alto de la montaña como en lo alto de la memoria. This is the end, así empieza la canción. No arranques nunca, nunca, flores salvajes. Caerás abatido sobre el altar. Las flores deben conocer el sol del otoño y el frío de la altura y deberían sobrevivir hasta la nieve. Morir y volver a nacer. No asustes a los niños, no arranques flores salvajes: dos de los mandamientos tibetanos. La noche sobre un animal con los ojos cegados, mirando al cielo, desplomándose, caído, abatido, queriendo mirar de frente el final. Poco que ver con las emociones.

Parece un sacrificio. Un poco antes del final los sonidos enloquecidos, los gritos del cantante. Después todo se va apagando, y como si fuera la luz del amanecer, comienza a aparecer la memoria.