16 de noviembre de 2012

Mi Rusia

Muchas horas cerca de aquel río inmenso, en una primavera que casi era un invierno.

El tren no paraba de costear una ribera llena de hierba alta y casas muy a lo lejos, nadie en el horizonte. De vez en cuando, a veces pasaban horas, algunos árboles gigantescos y unas nubes densas y serenas que no sabíamos leer.

Tras muchas horas en aquellos asientos me gustaba ponerme de pie y apoyarme en el cristal de la ventana, frío y sucio, y esperar. Intentaba ver algo pero no tenía ninguna meta, eso era lo que estaba consiguiendo aquel viaje soñado desde la infancia. Al fin Rusia.

Sobre el agua volaban con cierta regularidad aves blancas que no conocía. El agua era de un color terroso, aunque podía deberse a las lluvias de días atrás. Y no era difícil ver los círculos concéntricos que dejan sobre su superficie los peces cuando suben a comer insectos y con su boca lamen el aire. Pero no sé si esto sería así, porque solo conseguía imaginar peces enlodados y grasientos, poco ágiles, girando bajo aquel paisaje abandonado.

Poco se podía hacer en el interior del vagón, nadie con quien hablar (imposible entendernos en aquellos lugares sin saber su idioma). Y sin embargo, cada minuto había una señal a la que había que atender y que en realidad no quería decir nada, solo que viajábamos a bordo de aquel convoy. Un tren que parecía ir a la deriva a pesar de viajar sobre railes.

Durante dos días seguimos el curso del río. Solo en una ocasión cambiamos de orilla, después de cruzar un puente construido con metal y madera. Me gustaba la ventanilla y también recorrer los pasillos, había diecinueve vagones. Los pasillos solían tener más gente que los compartimentos: había mineros que regresaban al trabajo, familias enteras que se habían subido en la última ciudad grande, unos pocos soldados, hombres solos que alternaban la mirada entre el suelo y el cielo, siempre a través de algún cristal.

Es difícil anotar los nombres escritos en un alfabeto que no conocemos. Pero ese día, al final de la tarde, toda la hierba amarillenta y unos bosques de pino en el horizonte, el tren se detuvo en Natara.