26 de noviembre de 2012

Una cena

Eran unos bosques oscuros que ofrecían quietud según se caminaba por ellos. Grandes extensiones de árboles muy altos que luchaban por un trozo de cielo. Cruzaban la llanura y las pequeñas elevaciones de tierra gris. En los límites de cada grupo de árboles, de cada bosque, una pradera resguardada del viento sin otra vegetación que una hierba rala del color de la tierra. Y en una de ellas había una casa.

Los días que pasaste allí existen con la nitidez y la quietud que ofrecía el lugar a quien quisiera escucharlo, algo que tampoco era fácil porque aquello no dejaba de ser un lugar inhóspito y aislado.

Había aves, y las recuerdas como si fuesen una luz en la oscuridad. Muchas eran blancas y esbeltas, de patas largas y pico afiladísimo que caminaban sobre las pequeñas corrientes de agua. Necesitaban tener el agua cerca, se parecían a la garza real o a las garcetas que viven aquí. Pero sus nombres eran otros y no los conocías. Les silbabas e intentabas imitar sus llamadas.

Tardes enteras buscando plumas.

Una noche, poco antes de seguir viaje, decidiste hacer una cena especial con los pocos ingredientes que aún había. La casa tenía una buena cocina de leña, toda la casa olía a madera. Decidiste hacer algo parecido a una empanada, aunque faltaban varios ingredientes.

Aquella noche hubo una tormenta. No era la época y por eso te extrañó, pero las tormentas no te asustaban. Mientras cocinabas la lluvia comenzó a caer, primero con mucha fuerza, una tromba de agua con algo de viento, luego una lluvia mansa, para después volver a comenzar el ciclo. Olía con la intensidad que generan las tormentas, más el calor de la masa de pan haciendose. Y en un lugar casi fuera del mundo.

Era un contraste que te hacía sonreir. Y te gustaba permanecer en ese umbral todo el tiempo que fuese soportable, en realidad de eso iba aquel viaje. Una ruta para observar algunos límites y sus continuas transformaciones.