15 de enero de 2011

La explicación del relámpago

"El primer deber del hombre es definirse", dice Atahualpa Yupanqui.
Tengo conmigo esta frase desde que la escuché hace un par de días. De alguna forma estoy cerca de ella, observándola, intentando saber qué pienso sobre ella y en qué consiste eso de definirse.

Tal vez definirse tiene que ver con trazar unos contornos, unos límites, unos miedos también. Con dibujarse, con lograr una identidad y con aceptar su reforma inmediata. Definirse lo entiendo como la valentía de permanecer en silencio y, en ocasiones, hablar. Y aceptar que las dos cosas son nuestra expresión. Definirse puede tener que ver con expresarse, en un mundo en el que probablemente vale todo menos la ingenuidad de pensar que si no nos dibujamos nadie lo hará por nosotros.

Tengo ganas de decir que vale todo menos la mentira. Pero la verdad, o como se llame, hay que decirla indirectamente, "Así como el relámpago / se explica amablemente al niño" decía Emily Dickinson.

Y tampoco vale la humillación, hacer perder la dignidad a alguien. Creo que esto es especialmente delicado cuando estamos cerca de personas mayores o muy mayores. Pero entre iguales, muchas veces la humillación sobrevive a maneras que podrían parecer hasta lo contrario. Puede ser una especie de virus que se reproduce desde dentro de la ayuda o el juicio o la tutela incluso, desde dentro de la piel. No lo sé, pienso algo alrededor de todo esto.

Y ayer, en el concierto semanal, asocié la escucha del concierto para violín núm. 2 de Béla Bartók, con el recuerdo vibrante de la música popular gitana de Kalyi Jag saliéndose, a todo volumen, por las ventanillas del coche, lleno de amigos, mientras íbamos y veníamos por el desierto hace ya bastante tiempo.

Johannes Brahms, un compositor que apenas he escuchado, me devolvió con su Sinfonía núm. 2 en Re mayor a la paz y a la luz necesaria para volver a casa por la noche.