10 de enero de 2012

Abedules rusos

Al final nos vimos.
Y no hablamos de lo que era habitual. Ni de música ni de películas ni de pequeños o grandes viajes.
Pensé, de regreso, que habíamos hablado de lo que realmente importaba. Pero seguramente me equivoco.
Muchas noches, me dijo, se sentaba a esperar.
A que la niebla cubriese los árboles que tenía frente a la gran ventana, sin luces de ciudad, sin luz, como los árboles de sus sueños rusos, abedules criados por el frío, sumergidos en el invierno. Como si nunca fuese a volver la primavera.
Entonces quise sacar el tema de Dersu Uzala, que los dos compartíamos, pero ni me dejó.
Se sentaba a esperar
y escuchaba sonidos de otro mundo a través de unos cascos con un cable "libre de oxígeno", insistió en eso.
No entendía a que se refería
pero averigué que eran los que mejor transmitían el sonido.
A esperar una señal,
entre los abedules. A veces le gustaba llamar así a las palabras.
Puede ser que fuera el vino, pero no recuerdo todo lo que me dijo a continuación. Recuerdo que hablaba de animales moviéndose en la noche, de imágenes de la oscuridad, tal vez de una voz.
Ahora pienso en si habló algo de una piel. No lo sé.
Saqué el tema de una de mis músicas favoritas este tiempo, el Cum Dederit de Vivaldi, y claro que lo conocía (a través de sus cascos).
Algo que casi nunca he podido hacer, me gusta que el sonido fluya a mi alrededor.
Miré como hablaba y como, tras varias horas, se levantaba. Una persona abatida y con el poder, si quisiera, de cruzar Rusia como si fuese un norte cualquiera.
Le dediqué el camino que vuelve a casa, mientras imaginaba su viaje de regreso cerca de unos árboles frágiles y blanquecinos, algo siberianos.
Fue como la audición de una pieza imposible de clasificar. Y viva.