23 de enero de 2012

Ruina montium

Es extraño.
Es difícil, decía Miguel Torga, esto de empezar en un estercolero cualquiera y no parar hasta llegar a la copa de un castaño, tiene su misterio. Hay que recorrer un largo camino.
Él habla así de la chicharra en Bichos.

Y es extraño.
Es difícil querer hacer un viaje y no querer iniciarlo. Tampoco querer regresar. Hay que recorrer un largo camino. Y además también Torga decía que nadie es capaz de penetrar en el corazón de las cosas. Puede ser.

Así que me metí a mi mismo en el coche y busqué artilleria pesada en la música que tenía allí. Primero fué el Requiem de Gabriel Fauré. Pero es una música tan ensombrecedora, por momentos tan callada que parecía inaudible. Todo un equipo de música no conseguía hacer oir las voces de los siete momentos del requiem, que acaba con un In Paradisum.

Cuando terminó, sin un intervalo, puse el Dido & Eneas de Purcell. Hace tiempo que compré esa música porque un día me conquistó su final, el lamento de Dido: When I am laid in earth. Cuando uno sale del mar, cuando uno baja a tierra.

Solo quería que llegara esa parte. Pero ese canto es la pista 38 de 39. Más allá, solo un coro final para despedir. Hay que recorrer un largo camino. Y esta música no era la que yo recordaba. (Quiero conocer la historia de Dido & Eneas, aparentemente un divertimento en su época).

Después, silencio. El ruido de los neumáticos rodando. Silencio. Parecido al de las ruedas en la calle cuando el día amanece con lluvia y se escucha su silbido desde la cama. O al silencio de cuando comienza a nevar. Nadie en la ruta. Casi nadie.

Hasta que vi un desvío al túnel romano de Montefurado. Aquí hay muchos pueblos con ese nombre pero solo uno con un túnel excavado en la roca para desviar todo un río y desecar un meandro al que arrancarle el oro con más facilidad. Subí por un camino estrecho. Llegué hasta un lugar en el que se divisa la obra y allí había un cartel que quería explicar algo.

Trataba de la técnica por la que los romanos excavaban un túnel así. Consistía en perforar estrechas galerias verticales y horizontales comunicadas entre sí. Luego las inundaban, infiltrando grandes cantidades de agua. Y lo último era esperar que ese agua hiciese su trabajo, es decir, que la presión que ejercía más el aire que se había comprimido más el reblandecimiento de la tierra, provocaran que el monte se derrumbase desde dentro. Algo así ha recibido el nombre de Ruina montium.

Aquella era la música de la chicharra, la que recorre un largo camino. La que no había conseguido escuchar prestando atención a Fauré y a Purcell.

Un ruido sordo, profundo, que se siente aunque no se oiga. El de un monte excavado por el agua. El de un Bicho mientras cae fulminado.