14 de enero de 2012

Siempre somos otra cosa

Los mejores títulos son siempre los de Antonio Lobo Antunes.

Por ejemplo: Buenas tardes a las cosas de aquí abajo. Cojo el libro de la estantería: él escribió su nombre completo en la página uno, lo hizo en cientos de ejemplares y alguien me regaló uno de ellos. Pero hay más: Conocimiento del infierno, El orden natural de las cosas y sobre todos uno: No entres tan deprisa en esa noche oscura.

¿Qué se sabe del mundo para escribir ese título?

Hace días el invitado a un programa de radio que escuchaba en el coche habló de una música. Anoté el título equivocándome en varias letras. La canción era un viejo blues: Dark was the night, cold was the ground, de Blind Willie Johnson. Me impresionó el sonido de su guitarra y también su voz, la conversación, algo de lamento, que giraba alrededor de un lugar desnudo. Era un blues, a veces parecía gospel, algo del primer jazz... imposible de clasificar. Pero de manera inmediata aquella música me recordó otra: la banda sonora que Ry Cooder compuso para la película París-Texas, de Win Wenders.

El mismo vagar por el desierto con el que se abre la película, la misma inexpresividad en la mirada de un hombre porque detrás de ella se agolpan los recuerdos de unos momentos plenos y con algo parecido a la felicidad. (Y reconozco que yo no he visto en ningún lugar, en el cedé que tengo desde luego no está, a Ry Cooder hablar de esta música de blues, aunque siento que una procede de la otra).

Pero el invitado de la radio traía la música por otra razón: ese blues es una de las veintisiete músicas que, grabadas en un disco de oro, viajan por el espacio a bordo de las naves Voyager. El disco se llama Sound of Earh y recoge música, voces y sonidos naturales: un compendio de lo que puede escucharse en la tierra lanzado hacia lo desconocido.

Y Dark was the night forma parte de los sonidos de la tierra. Las Voyager se lanzaron al espacio en 1977, en Agosto partió la Voyager 2 y en septiembre la Voyager 1. Se pretendía que viajaran a Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno aprovechando una técnica en la que el sobrevuelo de cada planeta modifica la ruta de vuelo y aumenta su velocidad lo suficiente como para entregarla al próximo destino.

Contra todo pronóstico las naves, además de cumplir su cometido, siguen en perfecto funcionamiento y viajando a través del espacio. Ahora mismo son los instrumentos artificiales más lejanos a la tierra. Y en su interior viaja un blues, cantado por un hombre que ladea un poco la cabeza al cantar, como para aguzar el oido. Un hombre ciego que toca la slide guitar, una técnica que también permite pasar de un planeta a otro mientras se toca una nota y se desliza el dedo por la cuerda hasta convertir ese sonido en un lamento, en una voz que se aleja hasta perderse.

Desde que supe que las Voyager existen pienso en ellas. Busqué alguna imagen para saber cómo son, que expresión  tienen, como es su cara, como caminan. Y me parecieron preciosas (en realidad ya quería que me gustaran). Hay momentos del día en que las imagino transmitiendo lo que ven o simplemente descansando, sintiéndose solas también porque saben que su única misión es alejarse de donde partieron. Mientras alguien, frente a una pantalla, vela por ellas y las cuida. En turnos de ocho horas, alguien sujeta el hilo.

Ahora, parte de la escucha de ese viejo blues me trae al lamento de la tierra, de ese pulsar y deslizar el sonido, y otra parte me situa en el interior de una nave silenciosa que se interna en lo más profundo del espacio, aproximándose a la última barrera tras la cual nadie sabe qué pasará con sus mensajes. Sus infinitas ganas de vivir alimentan una propulsión que debía haberse terminado ya.

Siempre somos otra cosa y bajo la otra cosa otras cosas ocultas, escribe Lobo Antunes. Así de oscuro es el espacio a medida que uno se aleja del sistema solar.