29 de marzo de 2012

Si te dejas atravesar

Así que te paras y recuerdas cómo era la piel vista desde tan cerca. Oscura. Y piensas en que es lo que nos convierte en necesarios para alguien o que seamos nosotros los que necesitemos. Y qué significa necesitar con calidad. Y en cómo brilla una luz que no se puede ver.

Quietos en la oscuridad. Caminando a plena luz. Un sol fuerte a través de las plantas verdes, los zapatos sucios. Los caminos. En plena noche, cruzando una calle, perdidos. Sin voz. La piel redonda.

Si te dejas atravesar, dijiste.

O me lo inventé. 

Frente a una gran orquesta dividida en dos.

El director sin batuta, con unas manos grandes y redondeadas también, unos ojos ágiles (se los podíamos ver desde el palco) y una respiración serena. Levantó las manos, las juntó, las volvió a separar un poco, inclinó una de ellas y luego con los ojos marcó la entrada en el silencio en el que poco a poco te va sumiendo La Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach.

Marc Minkowski era el director y Les Musiciens du Louvre Grenoble la orquesta. El auditorio olía bien, olía a cuero, a piel. Y había madera de color claro. Un concierto de algo más de dos horas y media, también dividido en dos.

Esta música fue compuesta por Bach en 1727 para que sonara en la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig un viernes santo. Y como aquella iglesia tenía dos galerías y dos órganos, Bach compuso una música para dos coros y dos conjuntos instrumentales (leo en el programa de mano).

Es la primera vez que escucho La Pasion según San Mateo en directo.

Y sobrecoge todo. Las dimensiones de la música, el nivel de los diálogos (a dos coros y también dentro de cada coro), la magnitud de la emoción contenida que solo en algunos instantes se desata, mientras en el resto se lucha por ofrecerle un cauce. Al final, el dolor abierto frente a la muerte.

Jesús es una voz de bajo. Christian Immler se parece algo a la imagen que la pintura nos ha dejado de Jesús. Parece cantar desde el entendimiento incluso de la traición. Y lo hace acompañado de las cuerdas, excepto cuando parece haberle abandonado esa vida que le infunde fuerza. Entonces es cuando dice: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado. La única vez.

Y a pesar de no seguir esta música desde la fé y el conocimiento de la pasión de Jesús, el halo que va desde la última cena hasta el entierro se puede seguir de una manera muy intensa. Porque sobre todo es una música estructurada desde los diálogos que alcanzan y van empapando poco a poco a quien escucha. Siempre hay dos voces, a veces un instrumento y una voz, a veces un coro y un instrumento, a veces toda la orquesta, que dialogan e intercambian su temor y su encuentro, su desconcierto y su dolor.

Escuchando las arias o los recitativos más conocidos solo se llega a la epidermis de este fuego. Oyendo todo seguido, durante esas casi tres horas, cada parte se va diluyendo en un todo que llena el cuerpo de intensidad, de encuentro y finalmente de silencio.

Descansa, descansa dulcemente canta el coro final.

Y antes:

Cuando yo haya de partir,
¡no te apartes de mí!
Cuando tenga que sufrir
las angustias de la muerte,
¡permanece a mi lado!

Cuando las manos del director se fueron cerrando hasta juntar el  índice y el pulgar en señal de final nos quedamos en silencio. Aquel coro viajaba a través nuestro, entre los músculos y los huesos hasta el centro, sea este cual sea. No se podía decir nada.

Fuera, la noche había enfriado. Una experiencia así altera el mundo de la piel, al fin y al cabo la misión de esa parte del cuerpo es marcar una frontera, protegernos, y darle solidez a lo que permane en estado líquido dentro de nosotros. La piel es nuestra frontera. Es permeable aunque protectora. La voz también es una piel.

Nos abrazamos como una señal de reconocimiento. Aceptábamos que apenas nos conocíamos y que la música estaba viajando piel adentro.