30 de agosto de 2012

Má vlast

Desde el valle, depués de cruzar el río, se subía por una carretera de montaña. Vuelta tras vuelta se iba tomando altura y se apreciaba mejor qué bosques habían ardido y cuáles se habían salvado. Aún olía a humo.

Arriba del todo estaba la frontera. En esta parte del mundo todavía hay guardias uniformados (y aburridos) que la custodian. Paré el coche, apagué el motor, abrí las puertas, también la maleta, me situé a un lado, esperé que unos y otros entraran y salieran de él, ellos, los perros, el calor de la media mañana. Y como allí no había nada, con muy pocos gestos dijeron que podía atravesar la frontera y continuar el viaje. Muy poca gente cruzaba ya a través de aquel paso de montaña.

Sin decir una palabra me senté en el asiento, encendí el motor y me sentí a salvo durante unos segundos tras las puertas y los cristales. Arranqué y, no sé la razón, comencé a conducir más despacio de lo habitual y bajo la sensación de encontrarme perdido entre los primeros pinos del otro lado. Sabía donde estaba y sin embargo estaba perdido.

Lejos de la vista de los guardias, a varios kilómetros de su puesto, me detuve. Bajé y en silencio sentí el aire en todo el cuerpo. Los bosques parecían comerse la carretera estrecha: había pinos, pero también abetos y un árbol muy especial, el alerce. Pasado un tiempo decidí continuar, ya iría encontrando el ritmo de aquel descenso. Lo que me confundía no era la extraña escena de la frontera, sino la maldición de quien está en viaje: qué hacía yo en aquel momento y en aquel lugar.

Puse una música antes de arrancar. Lo pensé dos veces y elegí una pieza que contara una historia: Má vlast de Smetana, Mi tierra. Aquella sería la música que me ayudaría a alejarme de aquel país y a asumir la pérdida que ocurre siempre que se atraviesan fronteras. Hasta agradecí a aquellos guardias que hubieran marcado tan bien donde está la línea de separación. Identificar los países no es tan fácil.

Comenzó a sonar. La carretera estaba vacía, hacía mucho sol. Me concentré en escuchar, apenas en conducir. Algo que no era yo guiaba y me salvaba de los precipicios. En aquel lado de la montaña no había habido incendios.

Entonces llegó mi preferida: El moldava, Vltava. Una música sobre el recorrido de todo un río, desde su nacimiento. Y hecha de tal forma que a los pocos compases quien la escucha ya forma parte de ese descenso fluido e inevitable, también gozoso. Seguir los sonidos era la mejor manera de seguir, de no volver la vista atrás, de perder de vista la línea fronteriza hasta no saber en que parte de aquel continente, o de aquella isla, crecían aquellos árboles, había aquella carretera y un coche giraba y giraba con las ventanillas abiertas.

Escuché los seis poemas sinfónicos de Má vlast. Y entre tanto recorrí ciento treinta y cuatro kilómetros. Las cifras pueden ser más o menos opacas, pero cada vez confío más en ellas. Ciento treinta y cuatro son bastantes kilómetros, a pie serían varias jornadas. Me había alejado de la frontera y me había internado en aquel lugar al que me unian tan pocas cosas. Más de un siglo después de su composición, esa música me había ofrecido algo parecido a su fuerza a través de la descripción minuciosa de un río.

Estaba en otro país. El disco se terminó. Todo podía volver a empezar.
Había que esperar.