12 de septiembre de 2012

Difícil saber

Lo recordaba desde esa memoria lejana: un parpadeo que apagaba y encendía una luz sin ninguna regularidad aparente.

Sabia que estaba en algún lugar y que seguía vivo, todo lo demás permanecía borroso. Ni un nombre, ni un lugar para localizar el origen del recuerdo, ni un hilo para tirar de él.

Era, estaba allí y no se dejaba ver del todo. Parpadeaba.

Y había a su alrededor una niebla como la que se ve en un puerto de montaña: sobre las antenas, en la piel del ganado que cruza, salvaje y manso, el monte.

Miré en la estanteria. Reparación de C.K. Williams lo recibí en un paquete en noviembre de 2007.

Difícil saber si el ser humano se muestra especialmente
inquieto
con las crisis, calamidades, desastres, o si los desea
inconscientemente.

Cinco años después, sentado frente a un buen amigo hablamos de Williams y ojeo el libro que ha comprado. El primer poema empieza así:

Al anochecer, ante un sendero, un arroyo,
nos detuvimos, yo nervioso y desanimado
por el sufrimiento de alguien a quien amaba,
la gama con su eterna alarma incipiente.

Durante un tiempo cuando escuchaba "Williams" pensaba en C.K. Williams y también en William Carlos Williams; mejor dicho, no sabía en quien pensaba porque los confundía. Recuerdo que busqué sus fechas de nacimiento, algo sobre cada uno de ellos.

De vuelta a la ciudad busco ese libro de C.K. Williams (Newark, Nueva Jersey, 1936) y en una buena librería solo encuentro Paterson de William Carlos Williams (Rutherford, Nueva Jersey, 1883-1963). Está en la estanteria de la uve doble, en una edición fea. Decido llevármelo, y entonces lo abro:

Y es que el comienzo es con seguridad
el final -ya que no conocemos nada, puro
y simple, más allá
de nuestras propias complejidades.

Y sin entrar en ninguna otra librería sigo buscando El Canto, de C.K. Williams.
Hasta que un día entro y allí está:

La mayor parte de lo que somos es memoria
y la anticipación de recuerdos por llegar.

Solo hay un ejemplar y tiene marcas de haber pasado por varias estanterías: las esquinas algo dobladas, ya nada es blanco en la portada. Me lo llevo.

Aquel parpadeo.

Ahora recuerdo un semáforo con una sola luz, amarilla, señalando algún peligro en mitad de la carretera de montaña: ni cerraba el paso ni lo abría, parecía advertir sobre algo invisible. Había niebla y era de noche, tarde. Creo que volvía a casa y al hacer una curva, pegado al borde de un gran precipicio, el río allá en el fondo, apareció aquella luz portátil. Era invierno y la lluvia había limpiado la nieve de la carretera. Nadie exigía nada.

Ahora, abro El Canto:

Cómo llegar a saber de verdad
cuánto de nuestra mente es memoria, y no menos
qué porción de uno mismo es de los demás
antes que de sí.