10 de abril de 2012

La oportunidad de elegir

Una habitación pequeña pero acogedora.
Casi todo lo que había en ella parecía tener un color ocre, terroso. Una cama amplia, tampoco muy grande, y una silla antigua. Una pequeña mesa de madera nueva. Y un balcón cerrado contra el frío. Varias luces. Cálidas. Y un rumor de gente charlando, bebiendo y cenando en la planta de abajo. Por lo demás, silencio.

La música unida por un vínculo con el momento en que se la escucha, en que se la ha escuchado. Un vínculo que es patrimonio individual. Y ser rico en ese tipo de patrimonio.

Temblaba. El aire circulaba por todos los espacios, entre las personas, entre los bancos y la cúpula, a través de los tubos. Desde el interior. La música de Antonio de Cabezón ofreciendo su versión de una respiración, de como suena el agradecimiento y cierta empatía con algo no terrenal. Un músico ciego.

Y anoté: sin el amor somos seres inertes.

Y también algo de lo que escribe Albert Camus en La peste: En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad, es decir al silencio. Esperemos.

Covarrubias.

Antonio de Cabezón sonando en Covarrubias, en mitad de la noche cerrada y con un frío del invierno más duro. Conocía el pueblo pero cada visita era un viaje a lo desconocido y también a lo poderoso. Como los registros en los que puede sonar el órgano, uno de los instrumentos más completos y también más misteriosos. Tal vez porque todo en él se basa en la circulación del aire.

Invisible.

Los conciertos de órgano. Sentado por lo general en medio de una iglesia, o una gran catedral, fuera de la sala de conciertos habitual. Otros espacios. La mirada sin apenas detenerse en el intérprete, que está sentado cerca de la bombilla que alimenta la lectura de la partitura. Y los grandes tubos verticales con las aberturas para que el aire haga su trabajo. Zaragoza, los conciertos conmemorativos de la restauración del órgano de la Seo. La vida se estructuraba alrededor del viaje semanal para asistir a ellos.

El oído atento a los pequeños placeres, a los grandes también. Todos son grandes. Y todos ellos dibujan algún tipo de autorretrato, escucho en la radio del coche una mañana muy temprano. Cuando contemplamos uno de esos autorretratos nos llenamos, por arte de magia, de ganas de hacer el nuestro también. Solo se puede enseñar lo que uno ama.

Escuchar la música de órgano es reconciliarnos con el tiempo. Y no sé explicarlo.
Pero escucharlo a lo largo del tiempo, en varias piezas, en días distintos, con lluvia y con sol. Oir como nos rodea con ímpetu y luego nos abandona con cuidado. Escuchar sus cambios de registro, su infinito.

Y reconciliarnos con el tiempo, de una manera misteriosa, sedante, liberadora nos inyecta esa cura que ocurre cuando salimos a campo abierto y nos ofrecemos la oportunidad de elegir.