24 de febrero de 2012

La piel de tus palabras

Hace años, en una especie de examen, me preguntaron qué personaje del mundo del arte me gustaría entrevistar o poder elaborar un documental sobre él. Respondí que el poeta Rainer María Rilke. Y llevo algunos días pensando qué hubiera respondido hoy a la misma cuestión.

El privilegio máximo de una persona es su propia voz. Esto es lo que recuerdo haberle escuchado a alguien que hablaba de los instrumentos musicales y quería decir que quienes cantan disponen de un privilegio sobre otros instrumentistas. Pero ese pensamiento también me gusta en sentido no literal.

Una voz que oscile, que sepa balancearse entre la fuerza y la delicadeza, que aprenda el equilibrio. Y hablar. Porque solo se vive una vez.

Hace unos días releí un texto de Joseph Brodsky en el que encontré:

En estos años, durante mis largas estancias y breves temporadas aquí, he sido, creo, feliz e infeliz casi en la misma medida. No importaba tanto cuál de las dos cosas, porque yo no venía aquí por motivos románticos sino para trabajar, para terminar una obra, para traducir, para escribir un par de poemas, si tenía esa suerte; simplemente, para estar. (...) La felicidad o infelicidad, sencillamente, me acompañaban como asistentes, aunque a veces éstos se quedaran más tiempo que yo, en calidad de servicio. Hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que no alimentarse de la vida sentimental de uno es una virtud. Hay siempre bastante trabajo por hacer, por no mencionar la gran cantidad de mundo que hay fuera de nosotros.

Creo que me gustaría entrevistar a Brodsky. Preguntarle cómo se hace eso, mejor dicho, cómo vivía él esa práctica de alimentarse del exterior, cómo había ido experimentando esa virtud. Porque es difícil.

Una persona de cierta edad, durante otra entrevista decía:
Lo único que me interesa ya son los individuos y las vidas cuanto más apasionadas mejor.

Otra sesión de afinación en la gran sala de conciertos.

Y me presento a ella como si fuera una pieza en si misma. Es uno de los mejores instantes para la música, entre otras cosas, porque cada uno de aquellos individuos, músicos y público, está construyendo una melodía. Aprenden algún pasaje difícil, repiten, mientras todas las barreras y las esperas están desarmadas. El cerrojo sin pasar, la puerta abierta.

En esos momentos cada uno se encierra en su pequeño espacio, atento a su sonido y preparando la voz, calentando la voz. No suelen ser sonidos gloriosos pero son únicos, también repetitivos. Lo único que me interesa son los individuos.

Ayer, un hombre grande, corpulento, con unas densas patillas negras que le cubrían media cara, movía con delicadeza los brazos de una niña pequeña para explicarle cómo los músicos rozaban el arco sobre las cuerdas del violonchelo. Ellos también estaban afinando, afinaban su cuidado.

Los sonidos de la preparación.

Aunque parezcan bocetos, siempre he sentido que son música definitiva. Y la que viene a continuación, elaborada y acordada, muchas veces se queda en el umbral de nuestra piel y no alcanza a pasar al otro lado. Hay muchas barreras que atravesar, algunas densas y peligrosas para la escucha. Cada uno, músico y oyentes, sabe algo de las suyas. Pero nada de eso existe en esos minutos del antes. Todo está ocurriendo, todo puede suceder. Es, tal vez, el equilibrio entre la fuerza y la delicadeza. Igual que el encuentro de la piel.

Incluida la piel de tus palabras.

Ayer, en el después, sonó el concierto para piano núm. 2, op. 83 de Johannes Brahms. Christian Zacharias al piano y Christoph König dirigiendo la orquesta trazaron una interpretación que me pareció como tallada en una roca: dura y cortante, moviéndose en ondas que terminaban de manera seca y precisa.

Si, era importante seguir aquella talla. Pero yo seguía en el ensayo.