13 de febrero de 2012

Nemanja y un lugar en el mundo

El mar estaba alegre, el tercer movimiento de Vistas al mar de Eduard Toldrá me recordó la música de la película de Adolfo Aristarain Un lugar en el mundo. Al inicio, un chico montado a caballo compite en una carrera de velocidad con el tren que a diario llega a su pueblo. Corren en paralelo a lo largo de una línea recta, en algún sitio de Argentina. Si gana el chico cruzará la vía sobre un paso segundos antes de que lo haga el tren. En realidad, sin una desgracia, apenas hay otra opción. Todo o nada en un juego diario.

La pieza de Toldrá fue la primera de un concierto difícil de olvidar (a pesar de que no prometía demasiado). La segunda fue el Concierto para violín núm. 2, Op. 63 de Sergei Prokofiev. Y ahí ocurrió lo inesperado.

Delante del director, Maximino Zumalave, salió un solista muy joven que yo no conocía: Nemanja Radulovic. Sorprendente en primer lugar por su estar, su ropa, todo lo que no se correspondía con un cierto protocolo que hay en estos conciertos. Sí, vestía de negro... pero con botas altas de cuero (entre otras cosas). Pero todo eso daba igual en cuanto cogió el violín y se concentró para iniciar la música.

Cerró los ojos, esperó unos segundos e inició el concierto de Prokofiev. La orquesta, la sala, todo cambió bajo su ritmo y su fuerza, su virtuosismo también. Su intensidad. Nada había allí de gratuito, todo estaba en el límite, todo jugaba con fuerza, cada una de sus frases servía a un todo que cambiaba a cada momento: de la dulzura extrema a la luminosidad casi hiriente, del extravío a la ironía. Parecía la música nerviosa de un viaje ininterrumpido. A lo largo de miles de kilómetros, en todos los climas posibles, bajo muchos paisajes distintos. Y todo eso tocado con una precisión y también una delicadez extrema.

El orden natural de las cosas debe ser esto.
Durante una escucha así las emociones vuelven a encontrar su sitio.

Cuando acabó, la sala ofreció una de las mayores ovaciones que recuerdo. Concedió dos pequeñas piezas a mayores: una variación sobre una suite de Bach y otra que no reconocí. Y otra vez la misma intensidad y precisión. Y unos silencios desconocidos.

Al final, en el exterior la temperatura estaba bajo cero. El regreso fue en silencio.

La carretera estaba llena de sal. Había que conducir con atención, también había hielo. Era tarde, aun casi había luna llena. Recordaba a Nemanja (en sus labios leía decir constantemente gracias en francés), recordaba el último moderato de Haydn. También a uno de los músicos que unos momentos antes de iniciar el concierto, mientras la orquesta comenzaba a afinar, se acercó a la primera fila para sonreirle a una niña pequeña con un gran lazo en su pelo rizado y preguntarle, con acento argentino, si había hecho los deberes,... si había hecho faltas de ortografía.