12 de febrero de 2012

Saraband, una voz

Hace unos meses una amiga publicó en su blog un listado (numerado) de cosas que le irritaban. Le salieron diecinueve.

Llevo algunos días pensando si quiero hacer algo parecido. Y no estoy muy convencido. Entonces, hoy, decidí asistir a una clase para clarificar(me) algunas cosas. Y elegí uno de los sabios más áridos: Ingmar Bergman. Volví a ver Saraband, su última película.

La saraband es un movimiento presente en cada una de las seis suites para cello de Bach. Es el momento más sereno, tal vez más maduro, de cada suite. Se corresponde con la lentitud de la danza que evoca: la zarabanda. Y ese movimiento, en concreto el de la 5ª suite, suena en la película.

Como una obra de teatro, casi totalmente autobiográfica, la Saraband de Bergman está dividida en diez movimientos. En ocasiones duele escuchar y ver algunas escenas, pero todo permanece en el círculo de lo humano, aunque aparentemente haya personajes deshumanizados y crueles, llenos de odio. Cogí libreta y pluma, dispuesto a tomar notas.

Una buena relación, dice el protagonista, consta de dos aspectos: una buena amistad y un erotismo inquebrantable. Lo anoté.

Un erotismo inquebrantable, que buen adjetivo. También habla de las relaciones como una cuestión de pertenencia, o de los mensajes que emiten los cuerpos cuando quieren separarse o de como una discusión brutal deriva en un café en la cocina.

Las casas.

En un momento dado, Johan, el protagonista, habla de estar en este mundo para hacerlo menos insoportable. También de lo difícil de tomar decisiones cuando otros se ven afectados por ellas (y eso ocurre siempre).

No es fácil mirar a los ojos de Saraband. Una danza lenta en la que hombres y mujeres se movían alrededor de un centro que se desplaza a cada paso. Mirar de frente unas imágenes del final de una vida con áreas lúcidas y otras muy oscuras, y sentir que el amor y la barbarie que hay allí también nos pertenecen.

Una clase intensa. La película dejó tras de sí el sonido de un violonchelo, la voz más humana, atravesando una habitación que se oscurecía a la vez que protegía y calentaba. Escuchar una voz, permanecer cerca de ella. Atreverse a escuchar una voz, todo lo que tiene que decir, incluso aquello para lo que no hay palabras.

Y entonces me acordé de aquel listado de cosas que irritaban a mi amiga.

Escuchar una voz hasta el final es lo contrario a dos cosas que si me irritan: es lo contrario a la mentira (si es que existen pecados, seguramente es el único) y es lo contrario a las buenas intenciones que no descienden al terreno de los actos (y que por eso mismo suelen hacer tanto daño, porque se escuchan a si mismas en lugar de mirar a los ojos del otro).

Escuchar las pocas cuerdas del violonchelo, todas, supone aceptar la importancia, también, de todas las emociones. Supone practicar la valentía de ofrecer atención y respeto por cada sacudida que da el cuerpo, como ocurre en la Saraband de Bergman, sea lo que sea lo que produce esa sacudida. Y eso tiene algo que ver con la disposición y el compromiso. También con la generosidad (no con las buenas intenciones).

Escuchar una voz es un buen remedio para aceptar la convivencia de la miseria y la luz intensa. Y de esa emoción, de esa imposibilidad, es posible que salgan las fuerzas para llenar de ligereza y de belleza lo que siempre es muy difícil, árido y a veces odioso.

Aunque en otras ocasiones, no se trata de escuchar sino de ser la propia voz, de hablar. Sabiendo, como leo en Bataille, que el que habla confiesa su impotencia.